Vivimos en un mundo de palabras, de objetos, de formas, de historias personales a la que acostumbramos a creer verdaderas irreales. Desde que nacemos recibimos un nombre, y esta palabra que escuchamos muchas veces cada día en nuestra vida acabamos por confundirla con nuestra identidad y nos empequeñecemos para amoldarnos a la forma que ella define: nuestra personalidad, nuestros hábitos, nuestros recuerdos, nuestras conductas determinadas por tantas y tantas palabras acumuladas, que con insistencia se empeñan en definirnos. Así, acabamos por convertirnos en un concepto, en un mero hecho mental, atrapados en la pavorosa máquina del tiempo, que nos marca un principio y un final, tan efímeros, esa palabra originaria que nos persigue y que apenas pronunciada se extingue en silencio que nos pasa desapercibido.
Nuestra vida es percepción y experiencia. ¡Es tan fácil percibir nuestras manos y cada objeto que ellas rozan! ¡Es tan natural experimental y elaborar con palabras, a través de nuestras experiencias, de nuestro propio mundo! Palabras que nombran, palabras que definen, palabras que comparar, palabras que explican, palabras y más palabras que ocultan nuestro miedo al vacío, que ocultan nuestro miedo a ese momento inevitable en el que sabemos que las palabra ya no nos sirven, porque tras ellas hay algo inexplorado y recóndito desde donde creemos vislumbrar un abismo. Nos aterra ese momento en que las palabras cesan y nuestro nombre se esfuma, como una débil neblina. ¿Quién soy yo en este momento en el que ninguna palabra queda? ¿Quién vive esta vida antes de que ninguna palabra pueda ser cierta?
Cuando suspendo mi fidelidad absoluta a las palabras y acepto quedarme por un instante sin nombre, surge el encuentro con el silencio de mi mente, rápidamente querrá escaparse, creando más y más argumentos. Por qué ¿cómo se puede percibir el silencio? No hay sentido que lo capte, no hay ninguna forma que lo exprese ¿Cómo se puede experimentar aquello que no tiene contenido que no puede encapsularse, como un objeto? Es difícil atender al silencio cuando nuestra mente está confusa y creemos en la realidad de nuestro sufrimiento.
Por eso, comencemos por cuestionar el valor de las palabras, Atrevámonos a desmontar la conocida realidad que crean y bajo cuyo arco protector nos guarecemos llevando detrás nuestra angustia y el sufrimiento del que queremos escapar. Porque no hay palabra en cuyo espacio pueda contenerse en la infinitud del silencio en el cual aparece, no hay palabra que satisfaga nuestras ansias de verdad y libertad sin límites, reflejo de nuestra esencia ilimitada.
Pero cuestionar las palabras no significa luchar contra ellas, ni sustituirlas por otras, ni siquiera más bellas, no podemos acallar nuestro pensamiento que fluye inagotable, como nuestro respirar, nuestro latir. Lo más importante es darnos cuenta de que esas palabras no son nuestras, ni nuestros son esos pensamientos que aparecen sin permiso, con la única credencial de la costumbre y la fuerza tremenda que le otorga nuestra conformidad. Esas palabras prestadas, no contrastadas, hijas de un yo fabricado también de palabras, están creando nuestra realidad es un fragmento donde sólo cabe lo que está conforme con ellas y donde quedan excluidas infinitas posibilidades inexploradas. Cuando nos damos cuenta de esto los pensamientos, desenmascarados, se acallan solos al quedar en evidencia. Una vez descubierto su engaño, pierden su fuerza hipnotizadora y emerge una nueva forma de vivir, plena del amor hacia lo verdadero.
Con este acto de desprendimiento interno, traspasamos en un soplo la dimensión verbal de nuestra existencia y nos lanzamos en vuelo libre hacía la desconocida realidad del silencio..
A si empezamos a vivir en este espacio interior del silencio que despierta en nosotros una nueva dimensión, en cuya potente luminosidad las palabras se difuminan inesperadamente ese ahora bien aclara, aceptando como parte indisoluble nuestra alma, la esencia oculta de cada palabra. De esta forma, todo lo que vivimos seguirá ensanchándonos por dentro y nuestro silencio irá valiéndose cadenas más profundas y nuestras palabras irán brotando en una fuente más verdadera, inundando de paz y armonía nuestra existencia.
Esta claridad del silencio se percibe con un espacio inmenso, de donde emerge cada palabra y a donde regresa, sin ser ni siquiera rozado en su pureza. Es un no saber del que surge el más bello estado de inocencia. Es uno no aferrarse, del que brota una libertad que abraza cada instante de la vida. Esta claridad llegamos a darnos cuenta de que el silencio se experimenta como esa alegría desbordante, que un día se instaló, casi de puntillas, en nuestra conciencia, imperecederas a, tiene nada depende y ya nada debe ser existencia, que nada puede enturbiar la ni frustrarla, ni tan siquiera ocultan levemente su espléndida brillantez. Ésta alegría incluso es capaz de arrasar con su potencia las dificultades de la vida y afrontar imperturbable todo lo que la mente crea.
En la hospedería del silencio, el silencio exterior, que se cuida con extremo esmero es la flor más delicada, nos ayuda a percibir este silencio interior, que nos lleva como una mano invisible, hacia las raíces profundas de nuestro ser. Aquí las palabras de ser quienes escuchan, tan sólo se ven como breves destellos de una luz cegadora.
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