MUCHAS veces decimos que somos «animales de costumbre» y no deja de ser cierto, pues nos empecinamos en hacer siempre las mismas cosas, incluso sin saber porqué las hacemos así. Ese hábito o modo habitual de hacer o proceder, puede estar establecido por la tradición, es decir, de una forma justificada por el respeto al pasado, o simplemente sin intención alguna. Pero no siempre la costumbre es buena. Puede ser sencillamente tonta. Recuerdo que en la Plaza de Oriente, por fuera del Palacio Nacional, hubo durante meses un banco en el que se prohibía sentarse. Todos podían ocuparse, menos aquel, si uno no quería que enseguida se acercara un soldado de la guardia del referido palacio a llamarle la atención. Nadie sabía el porqué de aquella prohibición, el motivo de que el mencionado banco estuviera libre de ser ocupado por las posaderas de quienes por allí pasaban y se sentían cansados. Hasta que un día el que intentó sentarse fue un coronel ya en situación de retiro y al que también la guardia del palacio hizo levantar. Pero este coronel no se rindió y quiso investigar el porqué de que aquel banco estuviera fuera de servicio. El oficial de guardia no sabía sino que, al efectuarse el relevo, una de las consignas era no permitir a nadie que ocupara el tantas veces mencionado asiento. Profundizando el coronel y llegando a la fecha en que se inició la mencionada costumbre, se llegó a conocimiento de que en una ocasión se pintaron tales bancos, permitiéndose después que la gente se sentara en todos menos en aquel que todavía no se había secado. Se dio la consigna en su día a la guardia, pero nadie se ocupó después de retirar la orden, y la misma seguía.
La costumbre, como la tradición, no siempre son buenas. Los caníbales tienen por tradición o por costumbre comer carne humana, y eso, como comprenderán, no es bueno, sobre todo para los misioneros. También ha sido siempre una tradición en un pueblo de la Castilla profunda arrojar una cabra desde el campanario de la iglesia en las fiestas del Santo Patrón, para divertimiento del personal, y sin embargo tenemos que reconocer que es un caso de salvajismo. Ahora parece ser que le ponen al mamífero rumiante una lona, como a los equilibristas en el circo, para que no se haga daño y en alguna ocasión han llevado hasta a los bomberos, lo que ya es más civilizado.
Hay que huir de algunas costumbres y sobre todo de algunas repeticiones que resultan tontorronas. Los periodistas imberbes o novatos suelen hacer siempre las mismas preguntas, reiterándose hasta la saciedad. ¿Qué libro, por ejemplo, salvaría usted si supiera que se estaba quemando la Biblioteca Nacional? A Chesterton le preguntó un día uno de estos bisoños interviuvadores:
- ¿Cuál es el libro más vendido?
- A juzgar, contestó el filósofo inglés, por el dinero que me liquida el editor, ninguno de los míos.
Insistió el joven periodista en sus manidas preguntas y le dijo.
- Si le condenaran a usted a vivir en una isla desierta, de todos los libros de su biblioteca, ¿cuál se llevaría sin contemplaciones antes que los demás?
- Sin dudarlo, contestó Chesterton, un manual de construcción de embarcaciones.