El capitán Linus surcó la primera y única ola con calma. Ésta se estrelló en la proa y lo empapó hasta los huesos a medida que penetrábamos por el claro.
Se aferró rápido al mango negro que utilizamos para llevar el kayak y no dijo nada.
Aparte del oleaje, el mar ocupaba la arena que estaba debajo, meciéndose rítmicamente hacia adelante y hacia atrás, aún oscuro por las partículas en suspensión agitadas por la tormenta de ayer.
Nos alejamos de la orilla remando, giramos y pusimos a descansar los remos, dejándonos llevar a la deriva para el suave viaje de regreso, impulsado por un océano perezoso.
"Quiero nadar", exclamó Linus.
"Anda", le contesté.
Me di cuenta de que mitigó su deseo juguetón con un matiz de incertidumbre.
"¿Allá abajo hay tiburones?", preguntó.
"Sí, hijo". Posé mi mirada en sus exigentes ojos.
"A los tiburones no les gusta comer gente. No te preocupes. Puedes ir."
Su mirada pasaba del agua a mí y viceversa, una y otra vez. Me topé con su mirada serenamente.
"Los tiburones sí pueden comer gente", afirmó.
"Sí, sí pueden", le respondí."Pero no les gusta, les gusta los peces".
Fascinado, observé cómo zumbaba su floreciente mente de 4 años.
"¿Pececitos?", cuestionó.
"Y a veces, también peces grandes", reafirmé.
"Les gusta comer peces".
No sabría decir si mis palabras tuvieron algún impacto.
"Las rayas se comen a las personas", afirmó.
"No, no es así. Las rayas nunca han comido a nadie. Las rayas comen algas marinas."
Linus luchaba consigo mismo: espíritu aventurero vs. alma prudente, un tira y afloja entre asombro
y miedo.
"Quiero entrar, papi", repitió.
"Salta", sugerí en voz baja.
"No hay tiburones allá abajo, ¿no?", suplicó.
"Sí, hijo. Allá abajo hay tiburones. Pero no te molestarán porque no eres un pez."
Durante bastante tiempo, flotamos. El sol de la tarde se tornó carmesí y envió un extenso rayo
con rastros dorados directamente hacia nosotros
a lo largo del golfo.
"Quiero nadar bajo la sombra del sol", decidió Linus.
"Déjame girar el bote", le contesté y le di vueltas al kayak hasta que los rayos besaron la superficie.
"¿Así está bien?", dije al frotar los dedos por
su cabello.
"Mantenlo aquí, papá", decretó Linus, con firmeza.
Le sonreí y moví la cabeza hacia arriba y hacia abajo.
Comenzó a bajarse y luego se detuvo, indeciso.
"Puedes hacerlo", le aseguré. "Está bien", dije una vez más.
"Quiero que me tomes de la mano, papá", me pidió.
"Claro", tomé su pequeña mano dentro de la mía. "Te tengo".
Arrugó los labios en demostración de tímida valentía, se agarró con fuerza y bajó a la oscuridad.
Inmediatamente, sonrió. Pude verlo pateando como un cisne debajo de la superficie.
Lo logró.
Mi hijo, como a menudo lo hace, me recordó una lección valiosa. A veces, podemos necesitar un
poco de aliento y una mano amiga para enfrentar nuestros miedos.
¿Y tú?
¿A quién te acercarás hoy?
¿La mano de quién aceptarás?
Richeli
http://senderodeluz.blogspot.com/2011/10/da-la-mano.html