Era un perro bravo. Y encima de mal genio. Arrebatado. No toleraba que se lo llevaran por delante. Y cuando estaba furioso se enceguecía y no reculaba ni ante quien viniera degollando.
Aquel día estaba particularmente irritable. Dormía su siesta bajo uno de los grandes paraísos del patio y el viento norte y las moscas no lo habían dejado en paz ni un ratito. Hubiera sido mejor evitarlo. Pero el pobre gato ni se dio cuenta. Corrido por los cuzcos a los que había querido discutirles un hueso, en su carrera pasó por encima del cuerpo tendido del gran can. Y que un miserable gato le pasara por encima era algo que nunca lo hubiera tolerado el perro. Pero aquel día la cosa fue como para sacarlo literalmente de quicio.
De un salto se puso de pié y salió como cañonazo detrás del michifuz. Ambos animales cruzaron el patio, ardiente por el sol del mediodía, como dos bólidos, y entre gambetas y curvas enderezaron hacia el casco de la estancia. Arañando las baldosas de la galería el gato sintió que estaba perdido, y jugándose el todo por el todo entró en la primera habitación que encontró abierta. Era la del gran salón de la casa. En cuatro saltos nuestro animalito ganó altura y se refugió encima de un gran ropero cuya puerta era un enorme espejo bruñido.
El mastín tuvo que detener su carrera afirmando las cuatro garras sobre la alfombra en una tremenda resbalada que lo llevó a sofrenarse a pocos centímetros de la puerta espejo del ropero. Y lo que tuvo delante lo descontroló del todo. Frente suyo, casi rozándole el hocico se encontró con otro enorme perro, furioso como él, con los ojos echando fuego y aparentemente decidido a no retroceder ni un milímetro. Le lanzó un ladrido como para aterrorizar hasta a una fiera, y el otro animal le contestó simultáneamente con la misma ferocidad, mostrándole los dientes y haciéndole sentir su aliento enfurecido en sus mismas narices.
Aquello ya era demasiado. Olvidándose del gato que fuera motivo primero de aquella tragedia, el perro de nuestro cuento sintió que allí se jugaba todo su prestigio. De allí no se podía salir sino era matando o muriendo. Retrocedió un poco como para ir tomando impulso, aunque estaba decidido a no ceder ni una pulgada de terreno. Y vio que su contrincante hacía lo mismo y con idénticas intenciones. Cada gesto de furia era por lo menos igualado por aquel maldito opositor que vaya a saber de donde habría salido. Porque nunca se le había visto por aquellos pagos, donde nuestro can era señor indiscutido, y a quien jamás nadie había hecho frente con suerte favorable.
El salto fue tremendo y simultaneo. En aquel enorme salón el encontronazo entre el perro y el gran espejo resonó con un estampido de vidrios rotos. La imagen del animal se hizo añicos junto con el cristal y entre sus pedazos se desangró degollado el perro de verdad. Sin saberlo, se había asesinado contra su propia imagen reflejada en aquel mueble.
Uno piensa que distinto hubiera terminado todo si nuestro animal hubiese tomado las cosas con más calma. Si se hubiera dado cuenta de que su furia al cambiarse en tranquilidad habría conseguido tener frente a él a un amigo que le hacía fiestas moviendo la cola, exactamente como el se las hacía. Pero los bichos cuando están furiosos pierden la objetividad.
Y las personas a veces también…
Mamerto Menapace
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