Después de la separación quedan dos caminos: hundirnos en el dolor y no salir de allí, o recomponer la fe e iniciar una nueva vida. Es saludable tener alguna idea de lo que nos puede ocurrir luego de una separación. Por de pronto, reconocer que pese a las diferencias de género, el varón y la mujer llegan a sufrir con la misma intensidad.
El dolor, en asuntos de fracasos amorosos, no es privativo de lo femenino o de lo masculino.
No siempre el rompimiento es previsible. A veces, una pareja se deshace abruptamente, casi de un día para el otro sin que uno de los miembros ni siquiera hubiera sospechado tal desenlace. En otros casos, no: la separación se planifica con tiempo, de común acuerdo y armoniosamente.
Son circunstancias diferentes, pero que sin embargo tienen un punto de contacto: el rompimiento genera sensación de vacío. Todo el pasado de una vida en común aflora en la mente y los recuerdos nos abruman; desearíamos volver atrás, desandar los acontecimientos y hasta soñamos con modificarlos.
En esta etapa puede surgir la idea casi obsesiva de pretender reparar, de volver a empezar la relación, de mejorarla y retomarla. Esos deseos podrían hacer que negáramos la realidad, y en lugar de fortalecernos, nos debilitaríamos. Hay cosas que jamás vuelven atrás, y cuando finalmente nos damos cuenta de ello, puede sobrevenirnos una depresión aún mayor que la que sentimos al tener que separarnos. La evidencia de que será inútil tratar de recuperar lo perdido hará que toda nuestra omnipotencia se derrumbe. Habíamos creído que podíamos torcer los hechos y de pronto advertimos que es imposible hacerlo. El dolor se renueva. La sensación de vacío aumenta.
El tiempo que dure esta situación de tristeza, depende de cada caso, pero debemos acepta que en mayor o menor grado le sucede a toda persona que se separa. Estar preparado para afrontarlo fortalece la decisión; sirve de apoyo para animarnos a decir “basta” cuando una relación se torna insostenible y necesitamos ponerle fin.
Supongamos ahora un caso más extremo: el de una persona que haya sido abandonada abrupta y sorpresivamente por su pareja. Es natural que quede sumida en la soledad y el agobio. Si intenta negarlo, lo más seguro es que caiga en el escapismo. Probablemente buscará aturdirse, ya sea en la búsqueda compulsiva de nuevos amores, de amistades indiscriminadas o de paseos sin ton ni son. Quizás encuentre un fugaz consuelo, aunque esos sustitutos serán de corto alcance y no la ayudarán a salir de la depresión.
La otra posibilidad es que se hunda en la angustia y que todo se le vuelva sombrío y sin salida. En estos casos, esas personas pierden la autoestima, se sienten despreciadas y creen que el amor quedó vedado para ellas definitivamente, que nadie las volverá a querer. ¡Hasta tienen miedo de enamorarse, por temor a sufrir otra decepción! Han experimentado una pérdida y han quedado bloqueadas, fijadas a la experiencia dolorosa.
Pero el momento de inflexión existe, y es allí cuando surge la posibilidad de un cambio.
Cumplida la etapa del duelo, y una vez que esa persona ha podido asumir y elaborar las frustraciones sin tratar que negarlas o de encerrarse en un caparazón falsamente protector, recobrará fuerzas, volverá a energizarse y buscará la luz. No borrará al pasado, pues el pasado no se puede borrar ni es saludable querer hacerlo, pero lo dejará atrás y no le impedirá mirar hacia delante, proyectarse en el amor y en la alegría del vivir.
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