Aunque sus fundamentos son relativamente desconocidos e inconscientes, el ego es un factor consciente por excelencia. Incluso es una adquisición empírica de la existencia individual. Parece surgir en primer lugar de la colisión entre el factor somático y el entorno, y, una vez establecido como sujeto, se desarrolla a partir de nuevas colisiones con el entorno y el mundo interior.
A pesar de la ilimitada extensión de sus fundamentos, el ego nunca es más ni menos que el conjunto de la conciencia. En tanto que factor consciente el ego podría, al menos en teoría, ser descrito completamente. Pero ello sólo daría una imagen de la personalidad consciente; faltarían todas esas facetas que son desconocidas o inconscientes para el sujeto. Una imagen completa debería incluirlas. Pero una descripción total de la personalidad es, aun en teoría, absolutamente imposible, porque su porción inconsciente no puede ser aprehendida. Esta porción inconsciente, como la experiencia ha mostrado con profusión, que de ningún modo carece de importancia. Por el contrario, las cualidades más decisivas de una persona suelen ser inconscientes y sólo pueden ser percibidas por quienes nos rodean, o han de ser laboriosamente descubiertas con ayuda exterior.
Claramente, la personalidad como fenómeno global no coincide con el ego, es decir, con el conjunto de la personalidad consciente, sino que constituye una magnitud que ha de ser distinguida del ego. Naturalmente, semejante distinción sólo es necesaria para una psicología que tiene en cuenta la existencia del inconsciente, pero para esta psicología tal distinción es de primordial importancia.
Dentro del campo de la conciencia hay, como suele decirse, libre albedrío. Con este concepto no me refiero a nada filosófico, sino sólo al conocido hecho psicológico de la libertad de decisión correspondiente a la sensación subjetiva de libertad. Pero así como nuestro libre albedrío choca con las necesidades del entorno, también encuentra sus límites más allá de la conciencia en el mundo interior subjetivo, es decir, entra en conflicto con las realidades del Yo. Y así como las circunstancias exteriores nos acontecen y nos limitan, del mismo modo el Yo actúa sobre el ego como algo objetivamente dado que la libertad de nuestro albedrío poco puede hacer para alterar. Incluso es un hecho conocido que el ego no sólo no puede hacer nada contra el Yo, sino que en ocasiones es efectivamente asimilado por componentes inconscientes de la personalidad que están desarrollándose y se ve enormemente alterado por ellos.
Debido a su naturaleza, la única descripción general del ego que puede darse es de tipo formal. Cualquier otro modo de observación debería dar cuenta de la individualidad que se adhiere al ego como una de sus características principales.
Aunque los numerosos elementos que componen este complejo factor son en todas partes los mismos, varían infinitamente en cuanto a su claridad, su matiz emocional y su extensión. Por tanto, el resultado de su combinación -el ego- es, en la medida en que se deja esbozar, individual y único, manteniendo su identidad hasta cierto punto. Dicha estabilidad es relativa, ya que pueden ocurrir en ocasiones cambios de personalidad de gran alcance. Tales alteraciones no tienen por qué ser siempre patológicas; pueden también formar parte del desarrollo y por ello caer dentro del ámbito de lo normal.
En tanto que punto de referencia del campo de la conciencia, el ego es el sujeto de todos los movimientos adaptativos, en la medida en que son efectuados por la voluntad. Por ello el ego desempeña un papel significativo en la economía psíquica. Ahí su posición es tan importante que no carece de buenas razones el prejuicio de que el ego constituye el centro de la personalidad o de que el campo de la conciencia es la psique misma.