Este árbol de la cruz cuyo fruto humano eres Tú, Cristo Jesús, reparó el daño que el pecado causó en nosotros. Cuando te vas, a esta hora de tu amarga muerte, es el momento de decirte: gracias por las Bienaventuranzas; gracias por tu sangre derramada; gracias por tu vida dada; gracias por tu justicia, tu paz, tu amor inagotable hacia nosotros. Es la hora de tu generosidad: la de mostrarnos tu amor hasta el extremo; la hora de dar tu vida. Es la hora del amor y de la generosidad, porque sólo el amor salva. Y con el amor la fraternidad, la justicia, la verdad y el servicio se hacen efectivos. El odio, nos lo dices desde la cruz aunque no hables, el odio, la violencia, la injusticia llevan a la muerte. Nos dices que si alguien quiere amar, que lo haga como Tú nos amaste: sin límites. Que si alguien comprende lo que estás haciendo, que no se encierre ya en sí mismo sino que abra los brazos para estrechar al hermano.
El camino de la cruz ha llegado a su fin. Todo queda terminado, consumado. Por eso, "reclinando la cabeza, entregó el Espíritu". Ante este Cristo muerto quiero descubrir, vivir, celebrar y experimentar que Dios es amor, y que Él nos amó primero. Ahora tengo razones para amar, porque he sido testigo de que el amor existe, de que el amor es verdad, de que el amor es Dios que nos ha amado sin excluir a nadie. Me toca ahora amar a mí dándome, haciéndome pequeño, perdonando, poniendo la otra mejilla, que es lo contrario de pisar, humillar, herir, rechazar. Porque ya está bien de despilfarrar vida, de echar por tierra tanta capacidad de ilusión y de bien.
Déjame que a tu lado ponga mi cruz, oh Cristo. Deja que mi sangre se mezcle con la tuya. Que nunca desde mi cruz blasfeme, pensando que son estériles el dolor y la muerte que me cosen a ella. Que no malgaste mi dolor y mis horas. Que descubra que tu muerte es mi vida.