¿Qué implica considerar a la astrología como una tradición, una noble tradición? En primer lugar, limitar la importancia personal del astrólogo y renunciar de antemano a considerarse intérprete único o mejor. Sabemos que ninguno de los que intentamos acercar a los humanos el lenguaje del cosmos somos nada más que uno más, un eslabón en una cadena milenaria de descubrimientos y olvidos, de intentos y fracasos, de pruebas y aciertos de los que ha ido quedando en el depósito de los siglos un poso difuso desde el que es posible hablar. Pero hacerlo con demasiado empeño, con demasiada soberbia doctrinal, con demasiada dependencia de la voz de otro es un riesgo, y conduce sin duda alguna al error. Hay que atreverse a ser sólo parte de una tradición que siempre nos excede, y renunciar a un único punto de vista. También al propio.
Quien practica la astrología sabe en verdad que las palabras con que otro puede haber enseñado el sentido de un signo o la posición de un planeta son sólo un elemento en una trama más rica, en la que necesariamente hay que integrar muchos más hilos: otros astrólogos lo verán de otra manera, lo interpretarán distinto y abrirán espacio a la confrontación. El consenso es complejo. Cualquier búsqueda, mínimamente abierta en su investigación, descubre que hay mil y un matices entre las distintas escuelas y los distintos autores, puntos de vista divergentes en torno a aspectos incluso centrales del código astronómico, y que de todo ello caben por lo menos dos opciones: o bien deducir de ahí el sinsentido de todo este camino y negarle a todos el valor en lo que afirman, o bien optar por lo contrario y decidirse a darles a todos algo de verdad, apostar por hablar con las palabras de otros aún cuando sean contradictorias y distintos los recursos, y las interpretaciones diverjan.
Esta última opción es posible: pero supone, y con eso volvemos al principio, aceptar que un astrólogo no puede ser nunca discípulo de un único maestro, sino que para hablar con convicción en su voz propia no puede más que hacerlo hablando con las palabras de otros, de muchos de los otros que han dicho algo en este mundillo apasionado, pero sin identificarse del todo con ninguno. Desde las palabras múltiples, disonantes a veces, divergentes siempre, de las mil y una perspectivas astrológicas es desde donde el astrólogo debe hablar para hacerlo por sí mismo. Una trama milenaria de aparentes absurdos y mensajes distintos que en las palabras concretas con que se funden en la consulta individual cobran sentido. Ese es el milagro que supone reconocerse parte de la tradición: no es homogénea, no es coincidente, se contradice a veces, pero si no existe la identificación mecánica con la voz de ningún maestro concreto sino que el astrólogo se puede colocar en el discurso flotante de un pasado inmenso, entonces, cobra sentido. A través del intérprete del cielo habla el pasado, hablan las voces de otros, pero nunca la de uno solo. Un astrólogo necesita varios maestros, muchos, cuantos más mejor, pero al final, no tiene a ninguno más que el código silencioso del cielo y sus propias palabras, articulándose temblorosas sobre el impulso de la intuición. La tradición de la que formamos parte nos acoge y protege, si somos capaces de respetarla abiertamente.