Los dólmenes y menhires constituyen una visión usual en los paisajes de la Europa occidental, especialmente en los territorios celtas, y las leyendas afirman que han sido erigidos por los korreds galos (mencionados como kouretes en la Bretaña Francesa, kurrigans en la Armoricana y kryons en Irlanda oriental) quienes, a pesar de sus escasos 50 a 90 cm de estatura eran tan fuertes que podían levantar fácilmente esas rocas megalíticas.
Físicamente, estos duendes son enanos jorobados, de piel oscura, pelo negro e hirsuto y ojos rojos que refulgen en la oscuridad. Sus dedos ostentan largas garras como de felino; su torso es morrudo y cubierto de pelo, y en lugar de piernas poseen patas de macho cabrío, a semejanza de los sátiros griegos.
Sus principales entretenimientos son la música y la danza, a las que se dedican con tanto entusiasmo que sus corros queman la hierba en círculos bajo sus pies. Sin embargo, no permiten que los humanos intervengan en sus bailes; si se trata de un hombre, lo harán bailar hasta que muera de agotamiento y, en caso de ser una muchacha, parirá indefectiblemente un hijo a las nueve lunas, aun sin haber tenido jamás contacto con un hombre.
A pesar de no ser demasiado afectuosos con los humanos, los korreds no desdeñan los tratos con ellos, y han establecido las "piedras de canje", en las cuales los hombres pueden dejar instrumentos
para ser afilados, como hoces y guadañas, o intercambiar utensilios de cocina. En algunos casos, también cumplen funciones domésticas, como el cuidado, faenado y ahumado de los cerdos, a cambio de un poco de tocino.
Como toda la "gente pequeña", los korreds suelen raptar niños humanos para cambiarlos por los suyos propios. Una leyenda gala muy popular ilustra esta costumbre:
A uno mujer de la región de Flemish, Bélgico, le fue suplantado su hijo por un pequeño korred, una horrible criatura que no cesaba de darle disgustos y exigirle atención, hasta que una anciana curandera /e dijo que la único forma en que podía liberarse de él era sumergiéndolo en una de las fuentes sagradas del bosque de Wijtstraat, distante unos diez kilómetros de su casa.
Siguiendo el consejo, la joven madre llevó al engendro al pozo y lo sumergió en él dos veces, pero cuando iba a hacerlo por tercera vez, oyó dentro de la fuente voces tan extrañas y amenazadoras que huyó de allí, tan asustada que no se animó a mirar atrás. Sin embargo, una vez que se sintió a salvo en su casa, su instinto de madre la hizo reaccionar con furia contra el niño usurpador y comenzó a golpearlo fieramente, sin importarle los gritos del duende, para después abandonarlo en los portales de la iglesia del pueblo.
Milagrosamente, cuando la mujer despertó a la mañana siguiente, encontró en la cuna a su propio hijo, y nunca más volvió a tener contacto con un korred.