Según los que aseguran haberlo visto, el aspecto del lepracaun es el de un anciano bonachón, de unos 30 a 60 crn de estatura, cuerpo rechoncho, piernas cortas y chuecas, una barba blanca no muy tupida, piel cetrina y una nariz rojiza y granulada que denota al bebedor empedernido. Sus ropas son muy características, pues cubre su cabeza con un espectacular tricornio de color morado, viste una especie de chaqueta verde y un delantal de cuero, símbolo de su oficio. Sus zapatos, siempre impecables, lucen dos grandes hebillas de plata sobre los empeines.
De acuerdo con las leyendas más antiguas, el lepracaun es el zapatero de las hadas de alcurnia, e instala su taller móvil de remendón entre las raices de un roble, debajo de las plantas de un cerco o seto tupido, o entre las ruinas de una vieja fortaleza celta.
La otra ocupación fundamental de los lepracauns es la de recolectar y esconder celosamente grandes tesoros, principalmente en monedas de oro, aunque no desdeñan tampoco las joyas y las piedras preciosas, que entierran u ocultan en lugares inaccesibles para los seres humanos. Para ellos estos tesoros son sagrados y no acceden a compartirlos con los hombres, excepto en algunas ocasiones en que éstos hayan sido amables con ellos o les hayan hecho algún favor.
Sin embargo, la mayoría de las veces las cosas no resultan tan fáciles para los humanos, especialmente si tratan de despojarlos por la fuerza. Una historia recogida en la región de Tipperary, provincia de Leinster, demuestra la astucia a que puede recurrir un lepracaun para burlar a los ladrones:
Se cuenta que, en una oportunidad en que Patrick McEntyre se encontraba merodeando por el bosque, en busca de conejos y otras presas, se encontró con un lurigadaun (que así es como los llaman por allí) sentado entre las raíces de un roble, martilleando atareadamente un zapato. Conforme a la costumbre, que indica que sólo se podrá atrapar a un duende si uno lo ve primero, el joven se fue acercando sigilosamente, hasta que pudo atrapar al pobre duende y retenerlo entre sus brazos, mientras le decía:
—¡No te soltaré hasta que me entregues parte de tus riquezas!
A pesar de la amenaza, el lurigadaun continuó forcejeando hasta que, agotado, trató de llegara un acuerdo:
—Está bien, te daré lo que me pides -dijo a Patrick-. Si cavas debajo de aquel manzano silvestre -agregó, señalando uno que crecía en medio de otro centenar de árboles iguales- encontrarás una olla llena de monedas de oro.
Lamentando no haber llevado una pala consigo, el joven ató fuertemente al duende a una de las raíces del viejo roble y rodeó con uno de sus tiradores rojos el manzano que el lurigadaun le había señalado, tras lo cual corrió a su casa en busca de una herramienta para cavar. Sin embargo, cuando volvió al lugar donde había dejado sujeto al duende se dio cuenta de que no sólo éste había desaparecido, ¡sino que todo el centenar de manzanos iguales tenía atado alrededor de su tronco un tirador rojo, exactamente igual al suyo!