Quizás influenciados en exceso por la infinidad de películas en las que vemos a los protagonistas disfrutando y haciendo disfrutar en cantidades industriales y en posturas imposibles, y donde el personaje masculino es el amante perfecto, volviendo loca de placer y felicidad a la afortunadísima mujer que ha caído en sus brazos, planificamos, sobre todo los hombres, sesiones amatorias que deben cumplir con unos determinados requisitos.
Pero resulta que la Ley de Murphy nunca falla y basta con proponerse ser una máquina de derrochar orgasmos, como si de un torneo se tratara, para que el éxtasis masculino, el que marcará el final del acto amoroso, llegue a los pocos segundos. Basta con que se pretenda estar muy excitado para que no se tenga ganas de nada. O, al revés, si lo que se prefiere es mantener una fogosidad moderada, al final se actúa igual que los conejos.
Del mismo modo que el miedo a dormir suele impedir que se concilie el sueño, el miedo a no estar a la altura esperada impide alcanzarla. Para empezar, se pone tensión en unos momentos que se supone deberían darnos placer.
Plantearse una relación sexual como un examen es comenzar mal y acabar peor, es plantearse un problema que no existe, es temer a un fracaso inventado.
Obstinarse en conseguir un orgasmo de umbral doble enfocado al placer bipolar es mantener la mente ocupada fuera de donde debería estar, que es en la comunicación que debería ser toda relación amorosa, en el xxxxxx de sensaciones; muy lejos, al fin y al cabo, de disfrutar del momento.
Es una paradoja que los humanos, que somos de las pocas criaturas que practicamos el sexo por placer, nos impongamos reglas innecesarias, miedos y esfuerzos que no sólo no llegan a ninguna parte sino que son un obstáculo que anula la sencillez y la espontaneidad que pide el cuerpo.
De este modo no se disfruta de la sexualidad ni antes, por el miedo, ni durante, por la concentración en la teoría, ni después, por el fracaso al que nos hemos abocado de antemano.