Hay ocasiones en las que uno pierde el control. La cólera, la rabia, la tristeza o el miedo se apoderan de nosotros sin que podamos hacer gran cosa para evitarlo.
Juan acaba de dar una cuchillada a Pedro. Cuando le preguntamos los motivos, no es capaz de explicarlos, me ha mirado, dice, sin ser capaz de comprender. Profundizando nos dice que le miró con desprecio. Me sentí mal y no pude soportarlo, añade. Se me nubló la vista, iba como ciego.
Hay emociones que se disparan de manera brutal. La razón no puede hacer gran cosa. El control de las emociones, cuando es posible, es secundario. Cuando nuestro cerebro recibe un estimulo, nuestro cerebro emocional es el primero en reaccionar. Si la reacción es muy intensa puede incluso anular toda posibilidad de análisis y, por supuesto, de control. Podemos decir que las emociones intensas inhiben la razón.
Por las mismas razones, el miedo puede hacernos reaccionar rápidamente, es el sobresalto que nos incita a correr.
También podemos reaccionar con rabia o con tristeza, lo que esconde un sentimiento de impotencia que puede desembocar en una crisis de lágrimas.
Esas reacciones emocionales brutales probablemente han salvado la vida a nuestros antepasados, pero en nuestras sociedades modernas son poco aconsejables e inapropiadas, salvo raras excepciones.
La única posibilidad para apaciguar este tipo de emociones sería la toma de control de la situación por parte de nuestro neocortex, pero esa toma de control debe ser muy rápida, antes de que la razón se “nuble”. Otra posibilidad es la de descargar esa energía en otra actividad, por ejemplo andar o correr, pero esto requiere un toma de conciencia.
No hay que olvidar que, aunque el estimulo que dispara nuestras emociones sea externo, la respuesta es muy nuestra, soy yo quien siente la cólera, la tristeza o el miedo, es mi miedo o mi tristeza o mi ira la que se pone de manifiesto. En ese sentido las emociones nos enseñan cómo somos, nos ayudan a conocernos mejor.
Es posible aunque no fácil cambiar nuestras respuestas emocionales, la importancia que damos a las cosas. Nuestros puntos de vista son modificables, se pueden mejorar, o hacer más apropiados.