Cuando uno comienza a sentir miedo por cualquier cosa, o tristeza, o rabia, u odio, o cualquier otra emoción, de manera que se nos considera triste, o colérico, o violento, etc., cuando se dice de nosotros que es nuestro carácter, nos encontramos frente a una emoción parásita.
Las emociones parásitas solemos adquirirlas en nuestra niñez. Han sido una solución que nos ha permitido llamar la atención, atraer a los demás, conseguir lo que nos proponíamos; dicho de otra manera: manipular. El niño que se pone triste para atraer el cuidado de su madre, al comprobar que funciona, puede, muy a pesar suyo, convertirse en un triste definitivo. Para otros será su rabieta, su pataleo, la única manera de conseguir lo que quiere. No es de extrañar que, una vez adultos y sin darse cuenta, utilicen la misma estratagema. Al final nos convertimos en unos manipuladores.
Las emociones parásitas tienen el inconveniente de ser, en la mayoría de las ocasiones, inapropiadas. En efecto, no corresponden a una situación real; nos desorientan. Y perturban el buen funcionamiento emocional. Al final acabamos por no saber cuales son nuestros verdaderos sentimientos.
Los manipuladores emocionales no soportan constatar que su tentativa de manipulación no funciona. Si nos dirigimos a alguien con cara de tristeza e intentando manipular y el otro se nos pone a reír en nuestras narices, nos puede parecer insoportable.
Existen dos vertientes posibles para las emociones parásitas. Una es la de ir dando pena: ya ves lo desgraciado que soy, lo triste que estoy, lo que soporto, hasta me río después de ser maltratado. Y la otra es un intento de dominación: yo tengo derecho, a mí no se me pueden hacer cosas así, eres insoportable, cómo te atreves, etc. Son, por decirlo de alguna manera, nuestra estrategia para andar por la vida.
Tras las emociones, o sentimientos parásitos, se divisan las falsas creencias y las generalizaciones: todos son iguales, no se puede confiar en nadie, hay que hacerse respetar, la vida es triste, el mundo es hostil, las personas son ingratas, hay que imponerse, etc. Como es fácil constatar, ese tipo de creencias no obedecen a la situaciones concretas que se nos presentan y sólo vienen a perturbarlas.
Convendría saber cuales son nuestras emociones parásitas. Pero, sobretodo, nuestras necesidades. Porque detrás de cada emoción parásita se esconde una necesidad: de afecto, de reconocimiento, de protección, de respeto, de confianza, etc., que queda “velada” por las emociones parásitas.