Ser ambicioso está muy valorado en nuestra sociedad, es lógico si tenemos en cuenta que lo que se fomenta y se premia es el “más es mejor”: más dinero, más amigos, más belleza, más salud, más eficacia, más inteligencia…
Esto es así en términos generales, pero creo que es importante distinguir entre la ambición insana, la ambición sana y la ausencia de ambición.
La persona con ambición insana hace del éxito un valor, se fija metas inalcanzables que hacen que viva permanentemente insatisfecha y amargada. No valora los pequeños logros, ya que por mucho que tenga nunca le parecerá suficiente. Para ella, o alcanza el objetivo final o no ha logrado nada, o tiene éxito o es una fracasada, esto hace que se sienta inútil e incompetente porque solo ve todo lo que le queda por conseguir y no lo conseguido.
Tener la vista puesta únicamente en la meta final, no solo impide disfrutar del camino, sino que hace que este se convierta en un auténtico campo de batalla repleto de obstáculos contra los que luchar para conseguir el éxito a toda costa.
Cree equivocadamente que necesita alcanzar su meta para ser feliz y esto le produce estrés, ansiedad y, en muchos casos, depresión. Entra en un círculo vicioso de sufrimiento, porque cuanto más se esfuerza por lograr metas inalcanzables más se ve como una persona fracasada y, como consecuencia, menos rendirá, de manera que cada vez estará más lejos de su meta.
En aquella persona con ambición desmedida se despierta la competitividad destructiva, es decir, la lucha contra los posibles rivales a los que, sin ninguna clase de escrúpulo, les “pondrá la zancadilla”, si ello contribuye a lograr su propósito.
Para la persona con ambición sana, sin embargo, el éxito es algo secundario, para ella lo que realmente tiene valor es disfrutar en el trayecto hacia metas altas pero realistas, siempre acordes a sus capacidades y posibilidades.
Experimenta satisfacción con cada pequeño paso que da, por insignificante que parezca, incluso cuando el resultado no es el esperado. Da más valor al mero hecho de haberlo intentado y a lo que ha aprendido haciéndolo, que al resultado en sí mismo.
Trabaja para alcanzar el objetivo deseado, pero si no lo consigue, no se siente insatisfecha ni ansiosa (aunque experimente temporalmente cierta tristeza y frustración), ya que sabe que lograrlo le provocará alegría o placer pero no le proporcionará la verdadera felicidad.
La persona con ambición sana apuesta por la competitividad constructiva, esto es, por la superación de uno mismo sin perjudicar a nadie.
Por último, la persona sin ambición es aquella que establece metas extremadamente bajas porque, aunque posea las habilidades necesarias y todo esté a su favor, se percibe a sí misma como una perdedora incapaz de conseguir lo que quiere en la vida.
Ante la más mínima dificultad se desanima y tira la toalla porque percibe la situación como incontrolable, aunque no lo sea.
No se considera dueña de su vida y es incapaz de tomar las riendas de la misma. Piensa que todo está predeterminado de antemano y que no puede hacer nada para influir en su futuro, puesto que su vida está en manos de la suerte, de los demás, de fuerzas sobrenaturales, del destino… Asume siempre la responsabilidad de todo lo malo que le sucede pero nunca de lo bueno.
Piensa que no merece la pena ni siquiera intentar las cosas porque está convencida de que siempre fracasará y de que nada puede hacer para que no sea así. Con esta forma de pensar derrotista, no es de extrañar que estas personas apenas tengan metas en la vida.
Es evidente que lo saludable no es la ausencia de metas ni tampoco la lucha por conseguir algo inalcanzable que creemos necesitar para ser felices, sino trabajar desde la serenidad y disfrutar mientras caminamos hacia aquello que deseamos. Además, este es el modo más acertado de obtener los mejores resultados, ya que la fuerza del disfrute es infinitamente más potente que la fuerza de la obligación.