Caminaba un filósofo griego pensando en sus cosas, cuando vio a lo lejos dos mujeres altísimas,
del tamaño de varios hombres puestos uno encima del otro. El filósofo, tan sabio como miedoso, corrió a esconderse tras unos matorrales, con la intención de escuchar su conversación.
Las enormes mujeres se sentaron allí cerca, pero antes de que empezaran a hablar, apareció el más joven de los hijos del rey. Sangraba por una oreja y gritaba suplicante hacia las mujeres:
- ¡Justicia! ¡Quiero justicia! ¡Ese villano me ha cortado la oreja!
Y señaló a otro joven, su hermano menor,
que llegó empuñando una espada ensangrentada.
- Estaremos encantadas de proporcionarte justicia, joven príncipe- respondieron las dos mujeres-
Para eso somos las diosas de la justicia. Sólo tienes que elegir quién de nosotras dos prefieres que te ayude.
- ¿Y qué diferencia hay? -preguntó el ofendido- ¿Qué haríais vosotras?
- Yo, -dijo una de las diosas, la que tenía un aspecto más débil y delicado-
preguntaré a tu hermano cuál fue la causa de su acción, y escucharé sus explicaciones. Luego le obligaré a guardar con su vida tu otra oreja, a fabricarte el más bello de los cascos para cubrir tu cicatriz y a ser tus oídos cuando los necesites.
- Yo, por mi parte- dijo la otra diosa-
no dejaré que salga indemne de su acción. Lo castigaré con cien latigazos y un año de encierro, y deberá compensar tu dolor con mil monedas de oro. Y a ti te daré la espada para que elijas si puede conservar la oreja,
o si por el contrario deseas que ambas orejas se unan en el suelo. Y bien, ¿Cuál es tu decisión? ¿Quién quieres que aplique justicia por tu ofensa?
El príncipe miró a ambas diosas.
Luego se llevó la mano a la herida, y al tocarse apareció en su cara un gesto de indudable dolor, que terminó con una mirada de rabia y cariño hacia su hermano. Y con voz firme respondió,
dirigiéndose a la segunda de las diosas.
- Prefiero que seas tú quien me ayude. Lo quiero mucho,
pero sería injusto que mi hermano no recibiera su castigo.
Y así, desde su escondite entre los matorrales, el filósofo pudo ver cómo el culpable cumplía toda su pena, y cómo el hermano mayor se contentaba con hacer una pequeña herida en la oreja de su hermano,
sin llegar a dañarla seriamente.
Hacía un rato que los príncipes se habían marchado, uno sin oreja y el otro ajusticiado, y estaba el filósofo aún escondido cuando sucedió lo que menos esperaba. Ante sus ojos, la segunda de las diosas cambió sus vestidos para tomar su verdadera forma.
No se trataba de ninguna diosa, sino del poderoso Ares, el dios de la guerra. Este se despidió de su compañera con una sonrisa burlona:
- He vuelto a hacerlo, querida Temis.
Tus amigos los hombres apenas saben diferenciar tu justicia de mi venganza. Ja, ja, ja. Voy a preparar mis armas; se avecina una nueva guerra entre hermanos...ja,ja,ja, ja.
Cuando Ares se marchó de allí y el filósofo trataba de desaparecer sigilosamente
, la diosa habló en voz alta:
-Dime, buen filósofo ¿hubieras sabido elegir correctamente? ¿Supiste distinguir entre el pasado y el futuro?
Con aquel extraño saludo,
comenzaron muchas largas y amistosas charlas. Y así fue cómo, de la mano de la misma diosa de la justicia, el filósofo aprendió que la verdadera justicia trata de mejorar el futuro alejándose del mal pasado, mientras que la falsa justicia y la venganza no pueden perdonar y olvidar el mal pasado,
pues se fijan en él para decidir sobre el futuro, que acaba resultando siempre igual de malo.
Pedro Pablo Sacristán