Ir siempre por más en la vida, intentar hacer realidad nuevos y más abarcadores sueños, no es hacerle el juego a la codicia ni a la ambición desmedida, sino cumplir con nuestra razón de existir, rendirle tributo a ese inmenso privilegio con el cual hemos sido bendecidos: la inteligencia.
No conformarnos con lo logrado —mucho o poco—, no quiere decir que somos entes desagradecidos, todo lo contrario. Es una forma de expresar gratitud a la vida, es tratar de ser mejores seres humanos y autosuperarse. No es batallar en detrimento de los demás, porque, como profesa el budismo, “la máxima victoria es la que se gana sobre uno mismo”.
Para agenciarnos ese triunfo, que no es otra cosa que el éxito, hay que mantener el espíritu con ansias de conquista, bregar con bríos, despojarnos de temores y adoptar una actitud reflexiva, que califique minuto a minuto, el esfuerzo realizado y nos permita proyectar cómo y cuánto más vamos a hacer y hasta dónde nos proponemos llegar.
Unos lo hacen y lo logran, otros no lo consiguen. Sin embargo, todos, triunfemos o no, sentimos la placidez del esfuerzo realizado, la satisfacción de que hemos dado todo de sí. Como dijera el gran dramaturgo alemán Bertolt Brecht, “esos son los imprescindibles”, los que no están dispuestos a ser unos bizantinos. Y no me refiero solo al plano material, sino también al espiritual. El éxito no tiene que significar siempre riquezas materiales o fama.
Esos “imprescindibles” son los que enfrentan y vencen sus pensamientos limitantes y sus miedos; son los que, en contubernio con la razón, dan riendas sueltas a los impulsos del corazón. Son los dominados por el optimismo, aquellos que no ven las manchas en el sol y disfrutan de las estrellas hasta en la más oscura de las noches.
Los que luchan por triunfar en la vida, son los que más la aman. A ellos, casi siempre la existencia les parece corta. Un dicho muy popular reza: “A quien Dios se lo dio, San Pedro se lo bendiga”. ¡Qué bien por ese refrán! La cultura popular siempre es sabia.
Lo que desentona es ponerse a esperar la bendición o darle “tiempo al tiempo”, con la esperanza de recibir un auténtico espaldarazo del destino.
Cuando luchamos y nos superamos a nosotros mismos, también la vida nos bendice. Y más que esperar por un favor del destino, somos nosotros quienes le mostramos el camino.
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