Las experiencias traumáticas que hemos tenido a lo largo de nuestra vida, especialmente aquellas sufridas durante la niñez, marcan nuestra vida como adultos. Miedos, fobias, ansiedad, depresión y otros trastornos que limitan nuestra vida son debidos a estas experiencias. Sin embargo, los seres humanos poseemos una capacidad que nos permite sobrevivir a las situaciones adversas y traumáticas, reorientando y reorganizando nuestra vida para vivirla con plenitud a pesar todas ellas. Dicha cualidad se conoce como resiliencia.
Sin embargo, aunque todos contamos con esta cualidad y podemos ponerla en práctica, sí es cierto que no todas las personas que han sufrido experiencias traumáticas logran, a pesar de todo, crecer y desarrollarse plenamente. Esto se debe a que, al igual que ocurre con todas las capacidades humanas, no sólo debemos tener la capacidad, sino que además debemos poner en marcha una serie de comportamientos tendentes a lograr dicha resiliencia.
Este camino será más o menos largo o corto, difícil o sencillo, según cuál sea la situación adversa a la que tenemos que hacer frente, y para recorrerlo, tendremos que tener lo que se conoce como una actitud resiliente.
Entre los rasgos que caracterizan a esta actitud, podemos encontrar los siguientes:
– Desarrollar un adecuado nivel de autoestima.
– Tener capacidad de mirar hacia dentro de nosotros mismos, de conocernos, escucharnos y no caer en autoengaños. De este modo sabremos cuáles nos nuestras auténticas necesidades y deseos.
– Tener una actitud proactiva, es decir, ser nosotros los que decidamos a dónde queremos ir, y no dejar que la vida nos lleve a donde sea.
– Ser capaces de relacionarnos y vincularnos con otras personas y tener interés por lograrlo, aunque sin perder nuestra independencia ni nuestra identidad.
– Desarrollar recursos para hacer frente a los problemas.
– Ser capaces de aceptar nuestros errores y perdonarnos por ellos.
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