René Descartes puso la duda en lo más encumbrado del pensamiento. Planteó que dudar era una condición indispensable para llegar a la verdad. Puede que esto tenga mucha validez en el mundo de la investigación científica; pero en el plano personal, la duda se puede convertir en un enorme obstáculo para avanzar.
Si analizamos todas las decisiones que tomamos al día descubriremos que la mayoría de ellas arrastran un importante componente de incertidumbre. Así, lo habitual es que no tengamos la certeza total de que estamos haciendo lo correcto y que todo va a salir como lo esperamos. Normalmente, somos capaces de manejar esa cuota de inseguridad. Pero a veces se nos sale de las manos. Dudamos tanto, que terminamos por dejar que sean las circunstancias y el propio paso del tiempo los que decidan por nosotros.
¿Qué hay detrás de la duda?
La duda se cataloga como un síntoma obsesivo. Esto quiere decir que se trata de la manifestación de una realidad inconsciente más amplia. La obsesión tiene entre sus rasgos fundamentales esa intolerancia a la incertidumbre, una fuerte necesidad de control y dificultad para lidiar con las contradicciones permanentes de la vida.
El primer efecto de la duda es la postergación indefinida de un acto. La decisión de hacer o no hacer se sopesa incansablemente. Esto ocurre porque quien duda de esa manera pretende lograr lo imposible: encontrar una fórmula a prueba de fallas. Hallar la solución perfecta.
El mecanismo de pensamiento opera así: en cuanto se visualiza una decisión conveniente, automáticamente se disparan todo tipo de alertas. Se cuestiona la validez de esa decisión, buscando todos los posibles vacíos o errores que podría implicar. Si una parte de la conciencia dice blanco, la otra dice negro. Es lo que se llama “rumiar el pensamiento”. Como masticar una y otra vez la misma idea, regurgitando y volviendo a iniciar el proceso.
El efecto de la duda obsesiva es la inacción. Tanto se cuestiona el propio pensamiento y tanto se evaden las posibles consecuencias negativas de nuestros actos, que finalmente la persona queda inhibida para actuar. Se sumerge en una parálisis que esa misma persona ha edificado.
Ese ciclo se repite una y otra vez. Paradójicamente lleva a lo que el obsesivo tanto teme: tener todo fuera de control. A veces esta incómoda situación se sortea actuando de manera opuesta: actuar por impulso, para evadir el desgaste de la duda.
La intolerancia al riesgo
Si vivir fuera una cuestión de blanco o negro, correcto o incorrecto, en realidad prácticamente no necesitaríamos pensar. Saldrían sobrando muchas de las hipótesis y las teorías sobre el comportamiento humano y probablemente no estaríamos leyendo este artículo, sino otro de ingeniería o física.
Todos los actos de la vida entrañan un riesgo, mayor o menor. Hasta las más pequeñas acciones pueden tener consecuencias gigantescas. Si comes un pescado, por ejemplo, puedes atragantarte con una espina y morir. Pero eso también puede ocurrirte con un pedazo de carne, un garbanzo o un vaso de agua.
Los seres humanos somos más frágiles de lo que se puede pensar a primera vista; y también más fuertes de lo que podríamos suponer. Lo cierto es que siempre estamos batiéndonos entre un margen de riesgo, cada vez que actuamos. Y al no actuar también.
Es importante aceptar que no hay decisiones perfectas. Por el contrario, toda decisión implica una elección de perder algo, para ganar otra cosa. En el munodo de lo humano no hay garantías adquiridas previamente. Hasta las más bellas acciones pueden tener consecuencias indeseables. La gran destreza de vivir está en aceptar y sortear lo que se nos presenta. En sacar el mejor partido de cada realidad, buena o mala, con la que nos encontremos.
Dudar es una medida sana, mientras tenga un límite. Si pasas la frontera de lo razonable, si te quedas dudando simplemente y dejas que la angustia te tome ventaja, la duda volverá imposible cualquier decisión que quieras tomar.
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