Famosa en la mitología griega llegó a ser la soberbia de Tántalo, castigada de manera terrible por Zeus. No nos detendremos, sin embargo, en describir este orgullo y su castigo, que páginas habrá de sobra en LaRevelación. Sí lo haremos con la presunción de su hija, de Níobe. Escuchen.
Níobe, como decimos, había heredado la soberbia de su padre, de Tántalo. Siendo nieta de Zeus e hija de alguien tan ilustre, se le buscó un matrimonio que resultara parejo a la alcurnia que ella poseía. Por aquel entonces reinaban en Tebas Anfión y Zeto, hijos como ya vimos de Antíope y Zeus. Y con Anfión se arreglaron los esponsales, Níobe tendría a un esposo soberano e hijo del más importante de los dioses.
Tebas aún conservaba numerosos templos de Apolo y de Ártemis: de Apolo heredados de la época reciente de Penteo, y de Ártemis porque solía con cierta frecuencia visitar acompañada de su comitiva aquella zona; sus jornadas cinegéticas la llevaban por entre los ríos beocios y sus bosques, como el de Gargafia, próximo a Platea y de infausta suerte para Acteón. También, por ende, se veneraba a su madre, a Latona o Leto, como se quiera llamar, que dio a luz a estos dos hermanos con la inestimable ayuda de Zeus.
Níobe no consideraba a Latona digna de tanto merecimiento. No, al menos, mayor que el que ella misma merecía. Así que exigió que el culto a la madre de Apolo y Ártemis fuera erradicado. Más aún cuando año tras año iba demostrando su fecundidad. Siete hijos y siete hijas dio a Anfión, y anunciaba a los cuatro vientos su prodigalidad contraponiendo la escasez de Leto. Catorce descendientes no eran comparables a la pareja que Latona dio a Zeus, así que le pareció desmesurada la categoría que entre los tebanos gozaban los hijos de aquella.
Tanto se jactó, y tanto atacó a esta ilustre madre, que Latona se quejó amargamente ante sus hijos. Les pidió, entre lágrimas, que vengaran la vergüenza a la que estaba siendo sometida por parte de Níobe que la ninguneaba.
Los dioses descendieron armados de sus arcos nada más oír las súplicas de su madre. Arrinconaron a los hijos de Níobe y Anfión y allí mismo los mataron uno a uno, no salvándose más que dos, Melibea y Amiclas. La pobre chica, sobreviviente de la cacería, tan falta de color se quedó que la llamaron desde entonces Cloris (pálida).
Níobe, viendo lo ocurrido, no dejó de llorar desconsolada, tanto que transcurrieron los días y nada cambiaba, gemía en sueños y en la vigilia no cejaba en sus lamentos ni un solo momento. Pasaron los meses y persistía en la más insoldable de las tristezas, no hacía nada que no fuera llorar. Así que Zeus la convirtió en roca –poca diferencia había entre La Níobe de carne y La ahora pétrea-, y la trasladaron al monte Sípilo en Asia Menor, cercano de donde antaño naciera y se criase. Pero su pena seguía siendo tan fuerte que uno de los lados de la roca se resquebrajó y comenzó a brotar finos hilos de líquido formados por tanta lágrima acumulada. Desde ese momento un manantial se puede observar en aquel monte lidio, manantial que hace correr un agua que al gusto es amarga como la hiel.
http://www.larevelacion.com/Mitologia/Niobe.html