El doctor S. Weir Mitchell, eminente neurólogo de la Filadelfia del siglo xix, quedó adormecido en su butaca una tarde de invierno, tras una agotadora jornada de trabajo en su clínica.
Le despertó el timbre de la puerta, y al abrirla vio en el escalón a una niña con un raído chai sobre los hombros y tiritando de frío. Le pidió que fuese con ella a ver a su madre que, según le explicó, estaba desesperadamente enferma.
El doctor la siguió por las nevadas calles hasta una vieja casa, y la chiquilla le guió escaleras arriba.
Allí encontró a una enferma, a la que reconoció como antigua sirvienta de su casa. Diagnosticó que padecía neumonía y envió a buscar las medicinas que necesitaba. Mitchell acomodó a la enferma lo mejor que pudo y la felicitó por tener una hija tan obediente.
Al escucharlo, la anciana lo miró sorprendida y le dijo: «Mi hija murió hace un mes. En aquel armario están sus zapatos y su chai.»
El médico encontró allí el mismo chai que había visto sobre los hombros de la patética muchacha que llamó a su puerta. Estaba doblado y seco, y era imposible que hubiera sido utilizado a la intemperie aquella noche bajo la rigurosa nevada.
La chica que le condujo a la casa no apareció jamás.
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