Tanta belleza puede hacerte daño“La belleza es una promesa de felicidad"
(Stendhal)
“Así, como promesa que es, y por tanto de naturaleza diferida, no es nada. Pero no por eso deja de ser algo maravilloso”
(Manuel Ligero, periodista de El Dominical)
"Es sólo un truco"
(Jep Gambardella, ‘La Grande Bellezza’)
Puede ser en la casa de Inés, jugando a la botella y encerrándote en el armario con Margarita, la que menos te gustaba de la pandilla.
O, mejor, en el pueblo de tu madre, durante encuentro programado por una cumbre de amigos comunes. Es un sábado noche del mejor verano de tu protoadolescencia y Sofía te coge de la mano, te lleva al portal escondido que hay tras ese parque por donde no pasa nadie y te enseña a besar al ritmo de una mariposa, sacando la lengua muy poco, como un cuerno de caracol que se siente amenazado. Tú estás torpe y ella acaba decepcionada, porque no eres como su primer amor, aquel aspirante a militar que andaba de paso, pero ella sabe que es tu primer amor, lo que le otorga un poder destructor fuera del percentil.
O, mejor aún, puede ocurrirte como al Jep primaveral: ella es rubia y está torneada por las manos de un dios. Y te reta. Y tú te dejas hacer en las escaleras que llevan a esa playa de la Toscana en la que ambos habéis acabado como por casualidad acompañando desganados a vuestros padres. Es agosto, y vosotros, perfectos. Ella se depoja de su camiseta ajustada y tú contemplas perplejo la inmensidad de un manantial de carne que brilla como el pecho de los vampiros new age de ‘Crepúsculo’ a plena luz del sol, aun siendo de noche.
La cara fea de la moneda es el cinismo ”
La metáfora más inmediata que viene a la cabeza es Amélie Poulain cogiendo de la mano al vecino ciego de Monmartre y cantándole a ritmo de 110 metros vallas lo fresca que está la fruta del mercado callejero y lo grandes que son los muslos de los pollos que acaban de llegar en el camión de reparto. Entonces el invidente se llena de algo así como un espíritu santo que le descifra Matrix, el misterio de la vida, una gran belleza que quizá no vuelva a manifestarse. Pero nuestra obligación es buscarla.
O quizá sea un error.
Poner todo el empeño por replicar esos instantes irrepetibles, por hipotecar absolutamente todo en pos de la persecución sistemática de la perfección primera te puede herir. Puede suponer tu condena. Porque es posible que tus 17 minutos con Sofía no sean clonables, ni tampoco el primer picor adolescente de Jep Gambardella. Mientras no se demuestre lo contrario, la teoría de cuerdas es algo sólo asible por los protagonistas de The Big Bang Theory y nunca sale todo bien. En el “Elige tu propia aventura” que es este tránsito nos corresponden a lo sumo un par o tres de oportunidades en las que los astros se alinean para generar momentos de pureza sin cortar. Y es entonces que se establece el dañino paradigma de lo sublime, que es importante precisamente por su excepcionalidad. Hay que adoptarlo como un regalo, doblarlo en cuatro mitades y meterlo en la cartera de cuero alojada en el bolsillo interno de la americana que va pegado a tu corazón. E ir a beber de él cuando embarga la tristeza o el desaliento, pero nunca se debe convertir en la vara de medir de la realidad porque la realidad está llena de varices, de platos rotos y de ERE’s. De atascos, de empujones y de ventosidades. La realidad es una amalgama imperfecta de momentos de cegadora belleza y de canciones de Raffaella Carrá. De películas alfaomegéticas de Terrence Malick pero también (son los más comunes) de bodrios de Uwe Boll.
Las oportunidades perdidas bajo la excusa de no cumplir los requisitos de brillantez que nos hicieron felices cuando no sabíamos nada eran exactamente las sendas que nos podían descubrir la felicidad mansa, seguramente la única posible. De cualquier modo, aún en plenitud de condiciones, en un estado de excelencia permanente propiciado por la toma de todas las decisiones acertadas, la vida sería decepcionante del mismo modo que un orgasmo mantenido durante unos segundos más de la cuenta llega a ser molesto. Sencillamente, no estamos programados para ser contenedores de tanta pletora y, además, nos programaron para quejarnos. Pero hay que ser maduro para verlo.
La cara fea de la moneda es el cinismo, que lleva a mirar con ojos condescendientes todo lo que a los románticos (maleducados a base de comedias de Kate Hudson y novelas de Proust) no nos satisface. Una stripper triste de 42 años torneada por el mismo escultor que un día modeló a Monica Bellucci, una fiesta divertida pero decadente en la que suena 'Mueve la colita' como banda sonora de todos esos martinis deficientemente agitados o un atardecer casi perfecto, pero no disfrutado con la misma alegría que aquel exacto atardecer cuando no habíamos contemplado tantos atardeceres, son lo máximo a lo que los humanos podemos aspirar. Pero somos caprichosos y egocéntricos. Caprichosos egocéntricos e incapaces de ver que, no es que las flores de ahora sean incapaces de hacer resbalar el rocío a la velocidad de la armonía igual que las de antaño, sino que padecemos de vista cansada.
No existe la gran belleza sino como fantasía dañina. No hay un día mejor que otro ni un amor más puro que el siguiente. No hay magos que sepan sablear a modelos de proporciones absurdamente perfectas para luego ensamblar sus músculos, tendones, osamenta y vasos sanguíneos por arte de birlibirloque. No hay ale-hop porque es sólo un truco. Jep está equivocado, pese a que siempre diga la palabra exacta que matarías por haber pronunciado tú.
Fuente:
http://www.revistagq.com/articulos/la-gran-belleza/19634