Derivado del latín praesagium, esta palabra se refiere al conocimiento de las cosas futuras mediante señales o fenómenos visibles, o invisibles para las personas normales, pero siempre perceptibles y significativas para el que haya desarrollado el don de la profecía. Esta dádiva divina, o simplemente parapsicológica, acompaña la Historia de la Humanidad desde siempre.
El hombre, temeroso de los infortunios y sediento de felicidad, ha recurrido a los adivinos, los magos, los astrólogos, los "mediums", para desvelar en algo su futuro individual y colectivo.
Aún en los finales del siglo XX, y a pesar del general escepticismo, los presagios y profecías siguen teniendo un enorme peso psicológico.
La misma Biblia clasifica nueve formas de adivinación:
1) Meonen, como la nombra Moisés: es la astrología judiciaria o apotelesmática; ésta se practicaba por la inspección y observación de todos los astros y fenómenos de las nubes.
2) Menaschech, es decir, la augural, según la Vulgata y casi todos los intérpretes.
3) Mescasheph, esto es, los maleficios con prácticas o ceremonias ocultas y perniciosas, como indican la Vulgata y los Setenta.
4) Ithoberon, o lo que es lo mismo: los encantadores.
5) Los Oráculos, porque interrogaban a los espíritus Pythones.
6) Indeoni, el sortilegio y la magia.
7) Necromancia, o la evocación e interrogación que se hacía a los difuntos.
8- Rhabdomancia, por las varillas, de la cual habla Oseas, profeta menor.
9) Hepatoscopia, por la inspección o examen del hígado.
¿Es que el futuro ya está escrito y es inexorable? Y si así fuese, ¿qué verdad habría en el libre albedrío y en la libertad del hombre?
Tanto las más antiguas enseñanzas como los actuales descubrimientos y teorías sobre la constitución del Universo nos señalan la existencia de una fuerza metafísica -equiparable a nuestro concepto de voluntad - que rige de manera inteligente todos los fenómenos y les da unas determinadas características a través de las leyes naturales, de manera que se hace evidente una finalidad que rebasa las propias estructuras mecánicas del Cosmos. Existe un camino para todas las cosas y un orden o disciplina preestablecida, pensada, que excluye toda posibilidad de casualidad y la reemplaza por la causalidad o relación armónica entre las causas y los efectos, que a su vez son causas de otros efectos posteriores.
Los grandes avances técnicos de nuestra civilización no se lograron contrariando estas leyes naturales, sino obedeciéndolas y utilizando los elementos según sus características naturales. Un avión no levanta a cientos de personas a miles de metros de altura en contra de las leyes físicas de la Naturaleza, sino obedeciéndolas dócilmente y combinándolas entre sí de una manera predeterminada. Los inventores no "inventan" nada; simplemente descubren y aprovechan lo que antes era desconocido, pero no inexistente. Lo único nuevo puede ser la combinación de elementos que ya pre-existían en la Naturaleza de manera inteligente, a los que se les da una finalidad que llamamos "invento".
La energía existía en el átomo desde el principio de los tiempos; los hombres, con sus investigaciones, aprendieron a liberarla -cosa que, por otra parte, ya se daba en la Naturaleza, sólo que con ritmos distintos, semejantes o iguales, en algún lugar y tiempo de la manifestación universal-. Es el entender y aplicar esta relación espacio-tiempo lo que permite al hombre la posibilidad de dirigir, según la propia senda natural, los fenómenos.
Estas observaciones nos ofrecen una doble posibilidad: la de un ordenamiento cósmico, y la capacidad humana de descubrir las leyes que lo rigen, sirviéndose de ellas en virtud de una voluntad propia que, ultérrimamente, es un aspecto de la voluntad cósmica; pues nada sale de la nada.
El concepto de creación ha sido otra vez concienciado como una revelación.
La constatación de un Universo armónico y en marcha nos da la percepción de un plan universal que tiene, por fuerza, que abarcar todo plan particular.
De esto podríamos deducir lo que los filósofos hindúes llamaron, hace miles de años, Sadhana, el sentido de la vida; y un Dharma, que es la ley que la rige; y el Karma, el conjunto de acciones y reacciones que en su seno se producen.
¿Cómo podríamos, entonces, mover un solo hilo de nuestro destino? Concibiendo lo que Platón llamaba obediencia a la naturaleza de las leyes universales, descubrimos que en esa obediencia también está implícita cierta libertad que ejercitaría en el hombre su capacidad de discernimiento y búsqueda de la verdad. La contradicción aparente entre obediencia y libertad, desde el punto de vista lógico, es una falacia; es decir: algo que tiene aspecto de realidad pero que no es real. El error se debe a que tendemos a trabajar con valores absolutos que no son sino relatividades, por firmes que parezcan en determinado momento. Todos nuestros conceptos de grande y pequeño, nuevo y viejo, cercano y lejano, son meras ilusiones nacidas de nuestro egocentrismo, ya que damos valor a las cosas según nuestro tamaño físico, la duración de nuestra vida o el lugar en el que estamos.
Y puesto que es evidente un camino en la marcha de todos los acontecimientos - cosa que legitimaría los presagios-, no podemos descartar que el hombre sabio, con sus previsiones, pueda, sin contrariar el flujo de la vida, sino navegando hábilmente en él, dar ciertas bordadas que, a menos que alguna fuerza superior desconocida o imprevista las altere, lo conducirán a una u otra orilla del río.
Lo que convierte en inexorables a los verdaderos presagios es nuestra propia falta de conocimiento, el programa inmovilista que nos hacemos de nuestra propia vida y, lo que es más importante, nuestra incapacidad de reacción ante los imprevistos.
Así, nos es imposible variar las cosas que ya están planeadas por el destino y determinadas por nuestro karma individual; pero sí podemos encarar las nuevas circunstancias con mayor o menor habilidad, en la búsqueda de una felicidad básica que nos corresponde a todos.
Sí... podemos creer en los presagios, pero también tenemos que creer en nosotros mismos y en la Gracia de Dios, que sabe, mejor que nadie, qué es lo que realmente conviene a nuestra alma y al destino del mundo.