El año pasó rápidamente y parece que fue ayer cuando nos proponíamos empezar algo que finalmente ya terminamos o que nunca emprendimos. ¿Es el tiempo?, ¿somos nosotros? o ¿es apenas una sensación?
Es una sensación extendida y muy compartida. ¡Qué rápido pasó el año! Parece que fue ayer cuando nos proponíamos empezar algo que finalmente ya terminamos o que nunca emprendimos. Parece que hace muy poco nos encontramos con esa persona con la que nos prometimos no volver a dejar pasar tanto tiempo sin vernos, y comprobamos que transcurrió al año y no repetimos el encuentro. Parece que hace un par de meses que regresamos de ese viaje que hicimos hace justo un año. ¿Es el tiempo? ¿Somos nosotros? ¿Es apenas una sensación o de verdad vamos por una pendiente en la que todo se acelera cada vez más?
No son preguntas con respuestas fáciles. El problema comenzó cuando a los humanos se nos dio por medir el tiempo. Si bien desde épocas remotas se seguían los movimientos de la luna y el sol para ubicarse en el curso de la vida y ordenar en él a las cosechas y las generaciones, y si bien ya los egipcios a su manera (con relojes solares) y los romanos a la suya (con velas marcadas a la manera de una regla) intentaba también comprender el paso de las horas, fue con el calendario y el reloj tal como hoy los conocemos cuando el tiempo quedó integrado a nuestras vidas como un vector, un límite, un elemento de la conciencia, un ordenador, un ingrediente esencial de planes, sueños y proyectos, y también como un generador de angustia.
El calendario que ahora usamos (antes hubo otros) se inició con Julio César, emperador romano, 45 años antes de Cristo. Encargado al astrónomo Sosígenes, fue el primero que fijó en 365 el término del año. En 1582 el Papa Gregorio XIII encargó algunas correcciones y quedó desde entonces como calendario gregoriano.
El primer reloj mecánico apareció en el siglo XIII y fue mejorando con ideas de Leonardo Da Vinci y Galileo entre otros, y en 1657 se vio el primer reloj de péndulo y ese sonido rítmico, a veces adormecedor y tranquilizador, se hizo habitual.
Pero medir el tiempo no es ni atraparlo ni dominarlo. Básicamente, el tiempo sigue siendo una sensación. Esperar un minuto a la persona amada puede ser tan largo como un siglo. Y los diez días que nos separan de una intervención quirúrgica pueden vivirse como diez segundos. ¿Vuela más rápido el tiempo hoy? ¿Son más cortos los años?
El filósofo y ensayista madrileño José Luis Pardo advierte que vivimos en el imperio del corto plazo. Con su velocidad e inmediatez las nuevas tecnologías han acortado los espacios y comprimido los tiempos. Nos hemos ido mudando casi sin darnos cuenta del mundo real al mundo virtual, en el que no existen las distancias físicas ni los compases temporales. Es un mundo fugaz y volátil, en el que ni siquiera se vive en el momento, sino en el instante. El momento es un punto de convergencia del pasado real y el futuro posible, una plataforma desde la cual se pasa revista a lo vivido y, tomando elementos de la memoria, se tejen proyectos. El momento se nutre de lo cierto y lo posible. El instante, en cambio, es fugaz, viene de la nada y va hacia la nada. El momento, el presente, es como el tronco de un árbol que echa raíces en el pasado y eleva su fronda hacia el futuro. El instante carece de raíces y de fronda.
En una entrevista que le hicieron en la revista española “Filosofía hoy”, Pardo advierte que ni las personas, ni las instituciones, ni los países hacen hoy planes a largo plazo, todo es voluble y volátil, no existen las construcciones de sentido. La experiencia de temporalidad dividida en tramos (días, meses, horas) fue sustituida por una continuidad indiferenciada, dice Pardo, cuyos contenidos mueren rápidamente y son remplazados por otros tan efímeros como los anteriores.
Se ha impuesto la “novedad” como valor y exigencia. Todo tiene que ser nuevo (esto vale para los artefactos, los vehículos, los electrodomésticos, los perfumes, los rostros, las personas). La única manera de lograrlo es el remplazo continuo. Todo muere al nacer, remplazado por algo que también morirá al nacer. Una fuga hacia adelante, una pendiente en la que aceleramos sin saber hacia dónde ni para qué. Cuando algo nos detiene por un momento, como las doce campanadas en la medianoche del 31 de diciembre, nos abruma la sensación de que el año ha pasado demasiado rápido. Pero el tiempo no es rápido ni lento. Somos nosotros quienes lo transitamos superficial y velozmente o quienes dejamos la huella de nuestro paso bien marcada porque nos tomamos el trabajo y el compromiso de habitar los segundos, los minutos, las horas, los días, las semanas, los meses, los años.
Rellenamos nuestras horas, no las embarazamos de sentido, no dejamos que haya pausa entre un minuto y otro, ya no latimos al compás de nuestros corazones ni de nuestros relojes, los hemos licuado. El tiempo líquido que menciona el sociólogo polaco Zygmunt Bauman, lúcido y fecundo a sus actuales 89 años, quien pude decir que cada minuto de su vida ha sido habitado.
Que las doce campanadas del 31 no nos devuelvan a un tiempo vacío y fugaz. Que nos hagan caminantes y habitantes del tiempo, no simples turistas ansiosos de cada segundo. Así, quizás, cuando dentro de doce meses estemos otra vez en este lugar, no habremos sentido que el tiempo se evaporó, sino que nos nutrió.
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