¿Si cada día pudiésemos cambiar una queja por un agradecimiento, acaso llegaríamos menos fatigados al final de la jornada? Una conducta, una actitud, una manera de hablar, un modo de hacer para cambiar mañana aquello que está nuestro alcance.
Había una vez unas ranas que vivían en un gran estanque en el cual brincaban y croaban alegremente. Un día las aguas se congelaron y las ranas ya no pudieron ni brincar ni croar. Entonces prometieron que si, en lugar de vivir en el fondo del agua congelada, pudiesen regresar a la superficie, volarían y cantarían como ruiseñores. Pasó el tiempo, llegó la primavera, se derritió el hielo y las ranas, que habían quedado atrapadas en el fondo del estanque, volvieron a la superficie. Una vez allí, contentas, comenzaron a saltar y a croar como lo habían hecho siempre. Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832), poeta, dramaturgo, novelista, filósofo y científico, autor de Fausto, Las afinidades electivas, Las desventuras del joven Werther y El flautista de Hamelin, además de otras grandes e imperecederas obras que lo convirtieron en referente ineludible de las culturas alemana y universal, solía contar esta fábula de su invención para ironizar acerca de la queja y los quejosos. Nos quejamos y prometemos cosas, decía Goethe, pero llegado el caso no cambiamos.
Es notable cómo el volumen de la queja suele ser inversamente proporcional al bienestar del quejoso. Si se presta atención, quienes más se quejan no son los que peor la pasan. Estos últimos están empeñados, la mayor parte de las veces, en sobrevivir o en salir de la situación que los tiene entrampados. Un pequeño cambio favorable es mucho para ellos. Al revés, los que tienen resueltas la mayor parte de sus necesidades reales y vitales suelen tener por costumbre lamentarse del menor inconveniente, de cualquier detalle que escapa a lo previsto y del más pequeño obstáculo que se interpone en el camino de sus deseos. En aquellos el agradecimiento suele presentarse con la misma frecuencia conque la queja se muestra en éstos.
Pareciera que, al hacer más cómoda la vida, las novedades tecnológicas, las bonanzas económicas o la realización de algunos sueños operaran con frecuencia debilitando a las personas antes que fortaleciéndolas, haciéndolas más demandantes y no más autónomas, más frágiles y no más consistentes. Como si en lugar de impulsarlas a crecer y a madurar todo ello tuviera el efecto de fijarlas en un lugar de eterna inmadurez. Cuando la queja se extiende y se convierte en característica de una sociedad, llega un momento en el que todos se quejan de todos y de todo. Y se instala, como marca cultural, la idea de que la sociedad entera (y cada uno de sus componentes de una manera particular) es merecedora de algo que se le retacea. ¿Quién se lo retacea, quién incumple esa tácita promesa? Nunca se sabe. El destino, la suerte, el clima, el resto del planeta, los astros, los vecinos. Siempre habrá algo o alguien impidiendo la consumación de un venturoso porvenir ya sea colectivo o individual. Y nunca se sabrá si, quitadas todas las vallas, lejos de acceder a la felicidad ilimitada que reclaman, los quejosos no terminarán croando como siempre. Es decir, el problema no es el hielo, sino que las ranas no son ruiseñores. Y de eso nadie tiene la culpa.
El problema es que si una rana (seguiré esta línea con permiso del ilustre Goethe) culpa al invierno de que le impida ser ruiseñor, malgastará tiempo, inteligencia y energía que le son muy necesarias para desarrollar sus capacidades de rana. Y no será ni una cosa ni la otra, pero habrá vivido muy enojada y frustrada. Es cierto que muchas cosas nos amargan la vida, nos la hacen difícil, nos desvían de nuestras trayectorias. Algunas son aleatorias, imprevisibles, otras son gratuitas y evitables. En la segunda categoría entran, a su vez, aquellas que nos son propinadas por la impericia, la negligencia, el egoísmo, la necedad o la indiferencia de otros, y aquellas que corresponden totalmente a nuestra responsabilidad. La exquisita Jane Austen (1775-1817), autora de Orgullo y prejuicio y Sensatez y sentimientos, escribió por allí que “Todos se quejan de lo que les falta pero nadie se queja de lo que tiene sin merecer”.
Si cada día pudiésemos cambiar una queja por un agradecimiento acaso llegaríamos menos fatigados al final de la jornada, y en mejores condiciones para empezar a cambiar mañana aquello que está nuestro alcance (una conducta, una actitud, una manera de hablar, un modo de hacer). No se trata de convertirse de quejoso crónico en optimista voluntarista. Ambos extremos pueden llevar, en este caso, a la misma esterilidad. Aristóteles insistía en que la virtud se halla siempre en el justo medio. Como lo sugería también el ensayista e inspirador de iniciativas sociales William Arthur Ward (1921-1994): "El pesimista se queja del viento, el optimista espera que cambie, el realista ajusta las velas". Lo único cierto es que siempre habrá viento.
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