No hay duda de que cuando hablamos de cambiar nuestras actitudes frente a cualquier asunto, puede que incluso nos acabe provocando ciertos niveles de angustia. Esa angustia que va implícita en lo que podríamos denominar “miedo a lo desconocido”.
Se han escrito grandes argumentos sobre cómo afrontar los cambios, que todas pasan por dar una especie de salto al vacío, donde lo más difícil consiste en reunir el valor suficiente para hacerlo.
Tomar la iniciativa de cambio de actitud, ha de llevar implícitas razones poderosas como la de querer mejorar, la de necesitar que algo suceda para seguir evolucionando, la de reivindicarse uno mismo y pasar de la invisibilidad a hacerse visible, la de superar la angustia de quien ve que retrocede en lugar de avanzar…
Es la famosa teoría de “la pulga amaestrada”, que quien daba órdenes había conseguido que no saltara más de una altura, incluso retirándole el obstáculo, teniendo en cuenta que su capacidad de salto era mucho mayor.
Muchas veces nos pasamos el día justificando nuestra actitud, cuando lo más probable es que estemos justificando por qué no cambiamos.
A veces llega el momento de ser razonables y conciliar aquello que hacemos con aquello que necesitamos.
Para tomar decisiones, sin embargo, se ha de ser consciente de todo. De lo que tenemos, lo que arriesgamos, lo que queremos y aspiramos, y analizar si estamos preparados para dar un salto. Por lo tanto estudiar sus magnitudes, los tempos y nuestras capacidades.
Con todo ello, podemos realizar planteamientos que nos permitan decidir, qué queremos, cómo lo haremos, cuándo lo haremos, cuánto tiempo vamos a necesitar y de qué modo debemos estar preparados para hacerlo.
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