El escritor e hipnólogo, Aymerich, en su libro “El Hipnotismo Prodigioso”, nos cuenta una historia realmente aterradora, ocurrida en su propia casa. Conozcamos la historia sin más dilación.
“Permítaseme que consigne aquí un hecho que me ocurrió hace pocos años, en enero de 1903. Un amigo me dio la noticia de que en cierta calle de los barrios de Chamberí existía una bruja en quien la gente depositaba gran confianza.
Juntos fuimos, y ya fuese por razones de espontánea antipatía o porque la molestase algunas de mis palabras, a las primeras que cruzamos, empezamos a responder acremente y terminó por amenazarnos con que bien pronto tendríamos alguna prueba de lo que sabía realizar.
No hicimos mucho caso de sus promesas, pero al regresar mi amigo y yo, comentando lo ocurrido, recuerdo que le dije que no podían echarse en saco roto las malas intenciones de ciertas personas, brujas o no, porque la eficacia del odio dependía a veces, más de las facultades exteriorizadoras del individuo, que de su pericia en semejantes hazañas.
A los dos o tres días de esto, estando en mi gabinete de trabajo, a altas horas de la noche, dieron en la puerta que estaba medio abierta tan enorme y efectivo golpetazo, que vino a pegar contra sus quicios, cerrándose con violencia inaudita.
Suspenso quedé un instante, no sabiendo a qué atribuir el fenómeno, pues los balcones estaban cerrados, así los cristales como las maderas y, en consecuencia, no podía existir corriente de aire. En la casa todo el mundo estaba en la cama, excepto yo, que me había quedado trabajando para concluir con la mayor urgencia posible el último capítulo de una de mis obras.
Dejé la pluma, salí al pasillo, busqué por todas partes y nada hallé que pudiera darme una natural solución al enigma; pero al volver al gabinete, pasando por el pasillo, que en su mitad hacía recodo, un extraño soplido me apagó la luz; al propio tiempo sentí unos pasos delante de mí y otro porrazo enorme dentro de la habitación.
En el acto recordé la amenaza de la bruja y a escape quise entrar en el gabinete. La puerta estaba cerrada: hice fuerza para abrirla pronto y se resistió el pestillo a girar, como si por el otro lado alguien lo impidiera. Apreté con toda la energía y de pronto cedió, franqueándome el paso. Encendí la luz y vi que me habían vertido el tintero sobre las cuartillas, que habían arrojado mis libros desde la mesa al suelo y que el sillón estaba tirado como si hubiera recibido un violento puntapié.
Me puse a arreglar aquel desorden, poseído del coraje mayor que he experimentado en la vida y al levantar la vista de los papeles observé que se movía el cortinaje que cubría, a medias, la entrada de mi dormitorio y que en el fondo oscuro de él, en la parte del rincón que quedaba enfrente, “algo” se destacaba en forma imprecisa y vaporosa, semejante, en cierto modo, a la silueta de una persona que estuviera envuelta en amplio ropaje.
Sin reflexionar apenas, cogí un pesado pisapapeles de bronce que, al alcance de mi mano, sobre la mesa había, y lo tiré contra la indecisa aparición, con tal fuerza, que dejó en el escayolado de la pared profunda marca. En este preciso instante, el reloj de la cercana iglesia del Buen Suceso dio las cuatro de la madrugada.
Nervioso y mal impresionado, pasé en pie el resto de la noche, sin que nada más ocurriera. Por la mañana vino mi amigo y le referí el caso. No obstante mis explicaciones, dijo que creía más bien que todo fuera producto de una alucinación y, para llegar al convencimiento, me propuso que fuéramos a la casa de su supuesta bruja.
En el acto nos pusimos en camino, y cuál no sería la estupefacción de mi acompañante al saber que la persona que buscábamos no podía recibirnos porque la anterior noche, según nos manifestaron, se había dado un golpe tremendo en un hombro, lo que la tenía en cama, haciéndole pasar muchos dolores. Insistimos en verla y, al fin, nos recibió.
¡Qué expresión la de sus verdes ojos, al fijarse en nuestras personas!
-¿A qué vienen ustedes? –dijo- ¿Es que ignoran lo que me ha ocurrido? ¿No saben quien me ha hecho esto?
Y tirando de un improvisado vendaje, nos mostró el amoratado hombro y una herida contusa que en él tenía.
-¿Se ha vuelto usted loca? –le respondí- Vengo a visitarla porque necesito preguntarle algo y no podía presumir que estuviese usted lesionada, ni tengo nada que ver con eso.
-Bueno, como usted quiera –contestó-; pero lo que sí puedo decirle es que no deseo volverle a ver y que... ¡Tengamos la fiesta en paz! Para prueba, basta lo ocurrido. Espero que no se le ocurra decir nada a nadie.
Después, algunas veces nos hemos encontrado. Nunca más se habló del asunto, y en toda ocasión ha aparentado que no me conocía”.
Historia interesante, ¿no creen?