Cuentan que hace muchos, muchos años un peregrino tras caminar durante infinitas jornadas bajo el implacable sol de India deseó en su corazón poder descansar a la sombra de un árbol que le diera cobijo.
Y así fue que, de pronto, divisó a lo lejos un frondoso árbol solitario en medio de la planicie.
Cubierto de sudor y tambaleándose sobre sus fatigados pies se encaminó alegremente hacia el árbol que hacía realidad su deseo.
Al fin podré descansar, pensó, mientras se abría paso entre sus tupidas ramas que llegaban hasta el suelo.
¿Qué más podría desear?
Tendiéndose sobre la tierra en su refugio vegetal trató de conciliar el sueño, pero el suelo estaba duro y mientras más el peregrino trataba de ignorarlo y descansar, más duro le parecía el suelo sobre el que estaba.
–Si al menos tuviera una cama, pensó.
Al momento surgió una imponente cama, con impolutas sábanas de seda, digna de un sultán.
Brocados, lujosos tejidos de Samarkanda y las más suaves pieles cubrían el lecho.
Y es que, sin saberlo, el peregrino había ido a sentarse bajo el mítico árbol de los deseos.
Aquel árbol milagroso que es capaz de convertir en realidad cualquier deseo expresado bajo sus ramas.
El hombre se acostó en el mullido lecho relajándose.
¡Oh, qué a gusto me siento, lástima del hambre que tengo!
–Pensó–, y ante él apareció una espléndida mesa cubierta con la más sabrosa de las comidas, con ricos y variados platos exquisitamente preparados y servidos en la más extravagante de las vajillas.
Sobre las más finas telas imbricadas de hilos preciosos se mezclaban oro, plata y finísimo cristal con las más exóticas frutas y lujuriosos postres.
Todas estas maravillas tomaron forma ante sus asombrados ojos.
Todo aquello con lo que siempre había soñado en las solitarias noches de su largo peregrinar estaba ahora ante él.
El peregrino comía y comía con el temor de que tal prodigio desapareciera en el aire tan súbitamente como había aparecido.
Pero, cuanto más comía, más comida aparecía.
Y cada nuevo manjar era aún más sabroso y exquisito que el anterior.
Finalmente dijo: –Ya no puedo más y en ese mismo momento la mesa con todas sus maravillas se desvaneció en el aire.
Es maravilloso, pensó, mientras un sentimiento de felicidad le embargaba.
No me moveré de aquí y seré por siempre feliz.
Pero, de pronto, una idea terrible surcó su mente:
—Claro que esta planicie es famosa por sus feroces tigres.
¿Qué sucedería si un tigre me descubriese?
Sería terrible morir, después de finalmente haber encontrado el árbol de la felicidad.
Fue la milésima de una fracción de segundo, pero bastó.
Cumpliendo su deseo, en aquel momento surgió de la nada un terrible tigre que lo devoró.
Y así, el árbol de la felicidad quedó solo de nuevo, y allí sigue esperando la llegada de un ser humano de corazón completamente puro, donde no resida miedo, ni desconfianza, sino sólo responsabilidad y conocimiento...
Cuento sufí.