El único silencio que de verdad nos deja mudos es el de la muerte. Demasiado definitiva, profundamente determinante, agresivamente devastadora. Después de ti nos encontramos a solas con nuestro pensamiento, con los recuerdos, con las sensaciones aún cálidas en lo profundo del corazón pero sobre todo con el eco aún presente de la voz y la palabra del que se ha ido. Lo que no perdonamos a la muerte es la losa con la que sella el paso al otro lado. Ese muro infranquebale que oculta la luz y nos somete al callado murmullo de las preguntas no satisfechas. El por qué nunca contestado, el ahora demasiado pronto, el mañana ausente para siempre y ese deseo de permanecer agazapados en el interior para no ser vistos mientras nos alimentamos del llanto incontenible por quien nos ha dejado por sorpresa. A veces la llamada es tan inmediata e instantanea que apenas deja tiempo para pensar que nos vamos...y es mejor así. Trasladar el alma desde el desconocimiento de las razones de vida que nos trajeron un día, a la certeza de regresar al punto de encuentro con el`proyecto que iniciamos al nacer, siempre nos sorprende. Sólo te has ido un poco antes que nosotros y eso nos deja en una posición de tremenda tristeza, de pena e impotencia por retener lo que sin duda no es nuestro. Ni siquiera tuyo. La muerte no puede alcanzarnos ni aún cuando nos sucede porque cuando ella se hace presente, nosotros ya no estamos. La hemos abandonado para continuar existiendo en el alma de los que nos aman.