Uno se instala en la edad adulta sin saber casi cómo llegó allí. Parece que siempre hubiésemos estado en el punto en el que nos encontramos ahora. El pasado queda tan distante que apenas sirve de regocijo cuando recordamos la niñez. Sin embargo, muchas de las respuestas a lo que no entendemos de nosotros, de nuestro comportamiento o de las reacciones que acompañan a nuestro carácter tienen su explicación en la infancia de cada uno. Sería una excelente terapia poder revisar los afectos que recibimos en ella o la usencia de los mismos. Cómo fue nuestra relación con nuestros padres, cómo vivimos el amor o desamor entre ellos, de qué forma copiamos esquemas de conducta que incorporamos a nuestra forma de actuar por mimetismo aunque no nos gusten. Revisar qué estructuras de pensamiento han quedado forjadas en el edicificio de nuestra mente como un recipiente gigantesco preparado siempre para recibir y encajar lo que aprendemos pero moldeándolo en todo momento cómo lo interpretamos. Porque la vida se vive más que con evidencias y realidades, con sensaciones e intuiciones; a través de lo que creemos de la gente y de las circunstancias, por medio de lo que imaginamos y suponemos en un debatir continuo entre lo real y lo soñado. La imaginación no tiene límite. Suele jugar en contra de nosotros cuando no deja de asediarnos dando vueltas a ideas que se desbordan en ese juego estúpido de suponer lo que va a pasar en vez de dejar que pase y comprobar que es peor pensarlo que vivirlo.
La infancia nos responde siempre para clarificar lo incomprensible de nuestro interior o esos rasgos del carácter que nos hacen tan peculiares y diferentes al resto. Busquemos en la nuestra para entendernos y sobre todo, cuidemos la de los que amamos para protegerlos de la impronta de aprendizajes erróneos que durarán toda la vida.