Para seguir viendo cuando uno cierra los ojos, la claridad debe estar dentro. Ver cuando la oscuridad se instala requiere tener siempre encendida la luz de la verdadera sabiduría. La propia. Aquella hecha de pedazos de experiencias dolorosas, la que se ha ido construyendo tras las lágrimas o los desvelos. Esa que nos alumbra cuando todo parece sumido en las tinieblas. La que sin encenderse, luce. La erudición nada tiene que ver con la inteligencia práctica, nada tampoco con la capacidad ejecutiva de actuar con acierto, nada con la disposición efectiva de resolver problemas en el medio en el que nos ha tocado vivir. El simple a cúmulo de conocimientos no garantiza que seamos capaces de aprovechar su utilidad, como tampoco nos asegura estar capacitados para superar con éxito los retos de la vida. !Cuántas personas han estudiado hasta la saciedad y no son capaces de salir airosos de su despacho, ni de enfrentarse a situaciones comunes que un niño avispado sabría hacer frente!. Estamos equivocados cuando pensamos que una carrera, un máster, un curso de pos grado, un doctorado, o varios incluso, pueden garantizar el movimiento exitoso en el comportamiento diario, ni una adecuada estabilidad emocional, ni la gestión equilibrada y armónica de nuestras emociones. Tal vez eso lo asegura menos que nada porque todo ello se aleja de la vida. Cuantos más éxitos académicos tenemos, más lejos nos instalamos del día a día y sus retos. Porque, en la mayoría de las ocasiones, encerrarnos para estudiar, investigar o elaborar una tesis, nos sitúa a distancia del exterior. Nos protege de la realidad solamente hasta que necesitamos salir fuera de nuevo. Entonces entendemos con rapidez que la vida nada tiene que ver con las cuatro paredes de un aula, un despacho o un cuarto de estudio. Que saber vivir es una asignatura pendiente nunca concluida. Y que estamos obligados a probar de esa copa si queremos, en realidad, gozar de ella.