Estamos acostumbrados a mirar para otro lado cuando no nos gusta lo que vemos. Ni lo propio, ni lo ajeno. Es más cómodo, más fácil y sobre todo, menos comprometido. Enfrentar los retos de descubrir nuestros puntos débiles exige valentía porque nos obliga a asumir riesgos y a esforzarnos por superarlos. Lo primero que debemos hacer es no entender los errores como fracasos, sino como resultados de acciones inadecuadas a las circunstancias de un momento dado. Nada tienen que ver con lo que valiosos que somos, ni debe por tanto afectar a nuestra estima personal. Tienen, sin embargo, una gran carga positiva: el permitirnos aprender qué es lo que no debemos hacer en similares ocasiones. Comprender de qué forma debemos enfrentar los problemas la próxima vez y sobre todo darnos la oportunidad de equivocarnos como el mejor exponente de nuestra humanidad. Solemos ser jueces demasiado duros con nosotros mismos y someternos a sumarísimos juicios en los que siempre nos condenamos culpables. El peso de la culpa cae como una losa que axfisia nuestras posibilidades de seguir con confianza y seguridad en nuestro día a día. Y, poco a poco, se va edificando el muro tras el que quedamos atrapados para siempre. Así se construyen las barreras desde las cuales iniciamos las relaciones con los demás. Relaciones condenadas al fracaso, muchas veces, por no presentarnos sin escudos defensivos que colocamos antes de presentir el ataque.
Estamos demasiado sensibilizados ante el daño que presuponemos que van a hacernos y para evitar el sufrimiento eludimos la felicidad que pudiese traernos un comportamiento abierto y sincero capaz de albergar la inmensa satisfacción del entendimiento y la sintonía. ¿Cómo asumir, sin temor, la posibilidad del error?. Confianza en nostros mismos, seguridad en lo que queremos y por lo que merece o no la pena esforzarse y sobre todo, ilusión por comenzar de nuevo después de cada caída.