Existe una opinión generalizada de que la meditación es placentera y maravillosa. Esto es bien cierto, pero sólo cuando se ha conseguido el control de uno mismo. Cuando el cetro ha sido reconquistado y el amo reinstaurado en su trono. Entonces habrá, sin lugar a dudas, momentos plácidos y maravillosos.
Pero, también va a haber momentos no tan plácidos ni maravillosos, en los que las resistencias del ego a continuar en el sendero del autoconocimiento nos van a intentar jugar malas pasadas. De ahí que sea necesario el coraje para proseguir y el valor para aceptar todo lo que respiración a respiración, instante a instante, latido a latido, vaya emergiendo a nuestra consciencia.
Como todo lo que merece la pena, no es una cosa que se vaya a conseguir de un día para otro. La meditación busca la consciencia y para encontrarla habrá de traspasar todas las capas estructurales que conforman nuestra personalidad. Ya hemos hecho alusión a las cualidades básicas que el meditador debe generar: coraje y valor. Ambas van a ser necesarias para librar las batallas internas que se presenten. Para enfrentarse a los miedos más recónditos, a los anhelos más insospechados. La parte más oscura de nosotros mismos va a emerger intentando arrastrarnos. Pero también la más luminosa. Reconocemos que no va a ser una labor fácil, pero sí posible.
Se hace necesario advertir que la meditación no es un juego al que se acuda porque pueda estar de moda o bien visto socialmente. Tampoco es una actividad a realizar por divertimento. Pararse a meditar es iniciar un camino de retorno al origen. Meditar es un intento de ir más allá, de trascender nuestros límites para ir allí donde mora nuestra primera y última libertad. La meditación es el momento más sagrado del día. Un momento en el que todo va a cesar para intentar traspasar el misterio de nosotros mismos y acariciar la presencia de lo oculto.
Red Alternativa – Septiembre 07