Eco era una oréade, es decir, una ninfa de las montañas, más precisamente del monte Helicón. Fue educada nada menos que por las Musas, diosas encargadas de distribuir inspiración y talento; y como tal recibió el don de tener la voz mas bella y encantadora del mundo; incluso las palabras ordinarias sonaban en sus labios como el tañido de campanas distantes sobre la espuma del mar.
Narciso, hijo de la ninfa Liríope y Céfiso, el dios-río; era el joven más apuesto que haya vivido fuera del Olimpo. Su amor propio era tan desmedido que sólo tenía ojos para sí mismo, un error que los griegos no perdonaban ni siquiera en la mitología.
De nuevo en el Monte Helicón, Hera, esposa de Zeus, sospechaba que su adúltero marido estaba secretamente entusiasmado por Eco. Tras algunas pesquisas subrepticias, Hera descubre los amores ilícitos de Zeus, y también que la ninfa se ha mantenido al margen de los lances del dios. Incapaz de castigar al Señor de los Dioses, Hera tomó el camino más simple: maldijo a Eco a utilizar su voz, la más bella que haya brotado de boca alguna, a repetir cacofónicamente las últimas palabras de su interlocutor.
Eco huyó del monte sagrado, incapaz de pronunciar una palabra voluntaria. Solo podía repetir quedamente el canto de los pájaros, el murmullo del agua, el atronar de una roca desprendiéndose de los acantilados; hasta que lo vió a él: Narciso, un joven de prodigiosa hermosura que miraba absorto su reflejo en el agua.
Narciso no advirtió inmediatamente su presencia, estaba demasiado ocupado contemplando la perfección de su rostro en las aguas tranquilas del estanque. Eco, temerosa y frágil, se escondió detrás de un árbol, y desde allí se enamoró del joven.
Arrebatado de pasión por su propio reflejo, Narciso dijo en voz alta.
-¿Eres tú o yo?
-...yo... -dijo una voz espectral.
-¿Estás aquí?
-...aquí...
-Te amo.
-...amo...
Eco salió de su escondite decidida a confesar su amor, pero en su boca no había palabras, salvo las últimas que oía. Narciso la rechazó violentamente. Podemos pensar que se burló de ella con excesiva ironía. La ninfa huyó al páramo, sola y desdichada, y vagó por valles y cañadas solitarias que solo los dioses conocen, hasta que finalmente se recluyó en una oscura cueva donde su cuerpo poco a poco se consumió de tristeza.
De ella solo quedó su voz, un reflejo acústico incapaz de pronunciar nada que no sean palabras ajenas.
De las lóbregas mansiones de Némesis, la diosa de la venganza, surgió un pensamiento de ira que se proyectó hacia la cueva de Eco. La voz de la ninfa voló hacia el estanque en alas del despecho, y encontró a Narciso, como de costumbre, obnubilado por su reflejo. Inmensamente desdichada por aquel amor no correspondido, aguardó.
Cierto día, presa de una desesperación y una angustia incontenibles, Narciso exclamó ante su reflejo.
-No lo soporto más. Te necesito. ¡Ven!
-...¡ven!
Al oir el llamado el joven se arrojó a las aguas y se ahogó. Su padre, el dios-río, hizo que en el lugar de la tragedia crezca una flor distinta a las demas, que crece alejada de otros capullos; y que desde entonces se llamó Narciso, que en griego significa "narcótico", en alusión al perfume intenso de sus pétalos.
Algunos dicen que Eco nunca abandonó el mundo, y que todavía repite lo que oye en lugares abandonados, acaso esperando que alguien intuya su presencia en los ecos. Otros, menos proclives a las metáforas esperanzadoras, señalan que la condena de Narciso no concluyó con su muerte; y que su espíritu llora de tristeza en el inframundo, amando y contemplando un reflejo que lo ignora prolijamente.
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