Cuenta la leyenda que hace muchos, muchos años, dentro de la cueva por la que discurría el río Achiutl, crecían en tierras de Apoala dos gigantescos árboles. Los dos se amaban a la distancia. Y tan grande fue la fuerza de su amor, que, vencieron el espacio que los separaba y consiguieron entrelazar sus raíces y sus ramas.
De este amor maravilloso nacieron el primer hombre y la primera mujer mixteca.
Esta primera pareja mixteca tuvo numerosos descendientes, hijos de hijos de hijos que, finalmente, fundaron la mítica ciudad de Achiutla. Y allí fue donde nació el héroe máximo de la mitología mixteca: Mixtécatl.
Dicen que Mixtécatl era tan decidido y valiente que un día tomó su arco y su escudo y partió, él solo, a la conquista de nuevas tierras para su pueblo.
Durante largos días, el guerrero caminó sin descanso, hasta llegar hasta una gran extensión de tierra hermosa y apta para su cultivo. Fascinado, Mixtécatl quiso reclamarla para sí, y para su pueblo, pero no encontró guerrero alguno con quien medirse por el señorío de la comarca. Sólo el sol brillaba, altanero, sobre las tierras deshabitadas. Mixtécatl creyó entonces que el sol era el amo de aquellos territorios. Y sacando su arco, lo intimó a enfrentarlo. Al no hallar respuesta, Mixtécatl tendió su arco y disparó sus hacia el astro rey.
Era la hora del crepúsculo, y Mixtécatl observó jubiloso como su enemigo, herido de muerte, se hundía en el horizonte, bañado en sangre. El guerrero esperó un tiempo prudencial, preparado para un posible ataque sorpresa, pero el sol no volvió a aparecer en el cielo. Mixtécatl, entonces, reclamó para sí y para todo el pueblo mixteca las tierras ganadas en la batalla.
Allí mismo, en la vasta extensión arrancada al derrotado guerrero sol, los mixtecas construyeron la ciudad de Tilantongo.
Tras su hazaña, Mixtécatl se convirtió en un héroe mítico, habitante del país de las nubes. Los mixtecas acostumbraban pintar en jícaras y escudos la escena de la batalla entre Mixtécatl y el sol, como una forma de respeto y gratitud hacia él.
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