Vivimos avanzando por el tiempo, esta línea continua de la que ignoramos su origen y, como infinita que es, no podemos imaginar su final. El motor es nuestro cerebro, la carrocería es nuestra salud, el contador de kilómetros es nuestra edad. La ruta, unos se la organizan como quieren; otros, como pueden o les dejan.
Algunos deciden hacer su camino con un lento utilitario de mínimo con sumo. Se alejan de las autopistas porque ni tienen prisas ni están dispuestos a pagar peajes. Prefieren los caminos que se envuelven de paisajes donde el pájaro derrota la estela del jet y el silencio ahoga el decibelio.
Otros desean más rapidez, se suben a una moto, invitan a alguien y acaban haciendo el amor y con un sidecar cargado de hijos.
Pasamos muchas horas subidos al autocar de una empresa, viajando con un montón de desconocidos entre los que alguno, con suerte, acaba siendo auténtico amigo.
Subimos a una interminable caravana de autobuses llamada país y demasiadas veces nos encontramos en medio de un inmenso atasco organizado por sus conductores políticos.
En el viaje del vivir, no todos los que van, llegan. Unos cogen caminos equivocados, estudios sin arranque, amores sin destino. Son los tiempos perdidos que jamás volverán.
Saber hacia dónde se va, y cuando nos equivocamos corregir a tiempo, es la única forma de llegar. Por eso siempre hay que estar atentos al camino: porque siempre estamos yendo.
Por Ángela Becerra