Esta es una historia que ocurrió hace más de tres siglos, en un lugar llamado Bualli, un poblado con no más de cuarenta chozas, situado en pleno ex Congo Belga. Aconteció entre las tribus que viven en las sabanas de este país y desde siempre se atribuye a los “aluba”.
Aquí el “hombre-leopardo” de la oscura tradición africana no existe, pero se sustituyen su figura y sus funciones por las del “hombre-león”, porque “simba” es el animal que en estas regiones representaba en el pasado el doble del rey, el símbolo mágico de la realeza.
Pero este hecho tampoco preocupaba en exceso a los nativos de Bualli, porque son conocedores de unas hierbas que sirven para transformar al cacique, al rey, al brujo y a sus valientes guerreros en animales. Son hierbas altas y puntiagudas, que crecen en la sabana. Dice la tradición que para utilizarlas debe formarse con ellas un arco, se embadurna la raíz con un polvo que se supone mágico y por la noche, mientras el cuerpo duerme, el alma vital pasa por debajo del arco a gatas. Apenas ha pasado se transforma en el animal deseado y huye a la selva.
En este poblado vivían dos jóvenes que se amaban profundamente y, como si de la historia de Romeo y Julieta se tratara, tenían que ocultar su amor ante los ojos de los demás, y sobre todo de sus familias, debido a un litigio que entre ambas existía desde hacía muchísimos años, por la posesión de una cabra.
Absurdo litigio, pues ni siquiera los padres de ambos muchachos, recordaban por qué sus tatarabuelos se habían peleado por la misma, pero el caso es que la tradición les había convertido en enemigos acérrimos, y así habían vivido desde siempre.
Su odio era tal, que si la choza de los unos estaba al comienzo del poblado la de los otros estaba, justamente, en el lado opuesto. Una historia de amor llena de complicaciones, como cualquier otra.
Una noche, escondidos debajo de un banano, los amantes observaron cómo salía de su choza el brujo del poblado, y se dirigía hacia la sabana con un objeto peludo entre las manos. Al esforzar la vista, se dieron cuenta de que lo que portaba era la cola de una cabra. Curiosos por saber qué iba a hacer el brujo con ese objeto, y puesto que su aparición les había impedido amarse con total libertad, decidieron seguirle.
Tras dos kilómetros de caminata y de nervios por el temor a ser descubiertos, le vieron recoger del suelo unas grandes hierbas puntiagudas, formar con ellas un arco de casi un metro de altura y tocar con la cola de la cabra la raíz de las hierbas.
El silencio era absoluto y sólo el lejano rugir de un león en celo turbaba la paz de la sabana africana.
El calor era agobiante pero, de repente, un soplo de aire frío les envolvió. No era normal. La temperatura que reinaba debía rondar los veinticinco grados y aquel aire era gélido.
Fijaron su atención en el brujo, observaron cómo pasaba por debajo del arco de hierbas e inmediatamente, a resultas de un mágico encantamiento, lo vieron transformarse en un leopardo y desaparecer súbitamente en la espesura de la selva.
Los dos jóvenes tardaron en reponerse de la impresión de aquella visión tan alucinante. De repente, pensaron en repetir la acción del brujo. ¿Por qué no hacerlo?
Tras recoger esas hierbas puntiagudas, cogieron de sus cinturas una cola de cabra, que tenían como amuleto y decidieron convertirse en antílopes. Tal y como habían visto hacer al brujo, pasaron por debajo del arco de hojas e inmediatamente se vieron convertidos en antílopes.
Recelosos por los ruidos de la selva, huyeron juntos del lugar. Al cabo del tiempo, un poco antes de que amaneciera, regresó el brujo al lugar de la transformación, para volver a tomar posesión de su forma anterior. Pero tras pasar por el arco y convertirse otra vez en ser humano se percató de que existía otro arco junto al suyo.
No había duda alguna de que alguien había estado observándole cuando hacía el rito mágico, sólo reservado para el brujo de la tribu. Preso de gran indignación decidió destruir ese segundo arco, que no le pertenecía y que nunca debió ser construido.
Instantes después regresaron los jóvenes antílopes y buscaron de forma desesperada el arco para volver a su condición anterior, pero nunca lo encontraron. Decidieron transformarse en antílopes y como tales acabaron sus días. O quizá no.
Extrañados por la tardanza de ambos muchachos, las respectivas familias comenzaron a acusarse mutuamente de la desaparición de cada uno de ellos. Las amenazas subieron de tono y el cacique del poblado hubo de tomar cartas en el asunto, para que no se mataran entre sí en aquel momento. El brujo, mientras tanto, celoso de que su secreto permaneciera a salvo, nunca confió a nadie la verdad de lo sucedido.
Pasó el tiempo, y como era de esperar, una noche ambas familias se enzarzaron en un encarnizado combate que acabó con la vida de todos sus componentes, excepto con la de uno de ellos, que era el hermano más pequeño de la chica.
Tras la carnicería, el hechicero de la tribu tomó al niño bajo su protección, presa de hondos remordimientos por no haber intervenido para tratar de impedir tan horrible matanza.
Desde aquel momento los años pasaron muy lentamente, y cuando el único superviviente de la tragedia, alcanzó la edad requerida para convertirse en un hombre y, por lo tanto, en un guerrero, el brujo, con la excusa de llevar a efecto su ceremonia de iniciación, le exigió que le siguiera una noche.
Tomó unas hierbas puntiagudas, construyó un arco, cogió la cola de una cabra y le hizo pasar por debajo del arco. El muchacho se convirtió en antílope, y de esta forma pudo ver a los enamorados. El brujo, celoso de su secreto, volvió a destruir el arco, condenando a los tres a ser antílopes para siempre.
Todavía hoy, en las proximidades del poblado de Bualli, en pleno corazón del Congo, se puede ver a los descendientes de los tres antílopes, pasear de noche por los contornos del poblado. Sin duda aún conservan la esperanza de encontrar, en algún lugar de la selva, un arco de hierbas mágicas y poder atravesarlo por debajo para recuperar así su condición de humanos que tan fatalmente perdieron