Escrito por José Luis Vázquez Doménech
La fascinación y la idealización del objeto amado arrastran todas nuestras energías y canalizan todos nuestros actos y movimientos para que el proyecto tan esperado se materialice en esa estimada sonrisa de placer, en ese delirio de bienestar fruto de la complicidad del deseo. Cuando el afecto es intenso y caminamos despojados sin sentir apenas la presencia del mundo, la entrega fluye corriente abajo, sin apenas tiempo para elegir el camino, haciendo posible que el “yo” se convierta
en un “nosotros”. En ese preciso momento nos convertimos en depositarios de una parte esencial de nuestras vidas.
Sigmund Freud sostenía que nunca estamos tan indefensos contra el dolor como cuando nos enamoramos. Pero lo mismo cabría decir en el preciso momento en que una pareja se disuelve o uno de los dos miembros abandona la relación amorosa. La indefensión de no poder seguir compartiendo todo aquello que creímos poner a buen recaudo, el dolor de no poder recuperar la alegría, la tragedia de no poder creer en nuestros propios actos... que nos han traicionado.
La separación podríamos definirla como una de las acciones más poderosas que irrumpe en el mundo de las emociones y que confirma la fragilidad de los sentimientos y la inestabilidad del comportamiento amoroso.
Cuando en cualquier relación la cota de felicidad alcanza límites nunca antes imaginados, más dificultades existen para comprender la evidencia del fracaso. La ausencia del ser querido, las incapacidades de adaptación a cualquier cambio brusco, la ruptura de la armonía, la sombra inquietante de la temida soledad, el vértigo de no reconocerse en la mirada, y, la incertidumbre, provocan una especie de melancolía y de parálisis.
Pero hay un dolor que atraviesa todo nuestro ser y que trasciende más allá. El verdadero drama descansa en el vacío inmenso que se adueña de nuestro cuerpo, un cuerpo que ha quedado lisiado para siempre. Cuando toda la fuerza de mi ser la empleo en un fin concreto, y las olas me devuelven el cadáver de un naufragio, se constata la pérdida en una batalla que yo libraba con mi
propia existencia. Clavo sobre mi piel una daga cuyo filo yo mismo mandé construir, una daga que no me produce ninguna herida física, sino una hendidura inmensa en mi espíritu de supervivencia: la mutilación del alma.
Una tormenta se desata a dos pasos de mí, las contraventanas golpean sobre el interior de mi casa y sólo escucho el lento latido de mi corazón, que sucumbe poco a poco en la oscuridad del sentimiento. Y la tristeza me retiene como un yugo ardiente. La valentía es un acto practicable para quien decide salir airoso de cualquier contienda, no para quien no tiene donde salir, porque es dentro donde el sentimiento busca su morada.
Muy dentro, allá donde la tristeza descansa, recorriendo la enorme travesía que dista entre la soledad y la indiferencia del mundo, que continúa su curso inquebrantable esperando que vuelva a atraparnos con sus garras, y comprendamos que sí, que así es la vida...