¿A quién le gusta que le digan, en un momento dado, lo que le salió mal?
¿Cómo le sienta a usted que le digan: “no estuviste muy acertado, que digamos”,”no me ha gustado tu actuación”, “para mi gusto te pasaste” u otras expresiones similares?
Todo lo que suponga señalar nuestros errores o defectos nos sienta mal de entrada, aunque sepamos, de antemano, que es cierto.
Nos han acostumbrado, y ése es el modelo social más frecuente, a sacar a relucir lo negativo, lo malo, los deslices, los defectos. En las actuaciones ajenas, casi siempre, lo primero que vemos son las pegas. Tendemos a ver segundas intenciones en los propósitos de los demás. No importan las buenas intenciones de quien realiza una acción, lo cual es natural en la mayor parte de los casos. Somos propensos a focalizar la atención en lo imperfecto, y resaltarlo.
Así se desanima al más pintado y se crean tensiones en nuestras relaciones, pues estos juicios constantes suponen un ataque a la autoestima. De esta forma, sólo el que cree en sí mismo y se valora suficientemente estará vacunado contra ese virus. Aun así, también le afecta.
Por tanto, si logra desde este mismo instante hablar en positivo y resaltarlo…, cuidando de no adular, pues eso se nota…, si procura reservarse los comentarios negativos y evita meterse con la gente, conseguirá dos cosas: que los demás lo admiren, respeten y traten bien, por una parte, y, por otra, sentirse más a gusto consigo mismo.
Sólo con hacer tres veces al día un comentario positivo, y guardarse otros tantos negativos, será suficiente para qué, únicamente en tres semanas una persona cambie.
Quizá le parezca poco tiempo. En ese caso pruebe y verá la sorpresa que se lleva.
Un comentario positivo puede hacer milagros, lo mismo que la crítica cruel y aplastante lo es de otros tantos quebrantos.
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