Oda a Gregorio Prieto
Una mano entre rosas... ¿Recordáis? Tintas pálidas
de un violeta abatido. Venía en Blanco y Negro.
El fondo era un quiosco lleno de enredaderas
y un jarrón de escayola opulento en la brisa
sobre la escalinata de un jardín pensativo.
Yo era entonces un niño, casi un adolescente.
Recuerdo los problemas: «Si un vendedor de vinos
vendiera las arrobas a...» Veo las viejas clases
y aquel patio de mármol donde en francés gitano
don Luis nos hacía rezar el Padrenuestro.
Era el tiempo en que todos recortaban estampas.
Algunos, boxeadores. Otros, sólo volcanes.
Unos Marlene Dietrich era su favorita
que sonreía ambigua fumando entre sus plumas
en un café con nieblas de estación o de puerto.
Recortábamos nubes con la tijera azul
de nuestros ojos limpios y en la clase de Física,
cuando bajo el fanal el pájaro expiraba,
con el mayor sigilo, a través de las bancas
me llegó la postal de una mujer desnuda.
Yo era entonces un niño, casi un adolescente,
pero ya adivinaba, Gregorio, qué tristeza
derrumbaba la frente en aquellos muchachos
de tus dibujos, donde la yedra se enredaba
entre sus manos como sortijas de deseos.
Había corolas mustias que esperaban tu soplo
y niñas corroídas de un vitriolo lento
tronchadas sobre el yeso amargo de los parques
y cuerpos que vibraban al paso de otros cuerpos
como los bosques vibran al paso de las corzas.
Y tú ibas anudando las largas crines blancas
de los caballos turbios en brumas de los mares,
que se erguían sobre olas de amaranto y veneno
con despojos de amor bajo sus cuatro cascos:
una carta, unos rizos, una entrada de cine.
Ibas abriendo rejas de jardines secretos
donde morían sirenas con su cola de llanto
y alcobas desplegaban sus cómplices cortinas
manchadas por el zumo de dos seres en lucha
sobre el lecho, monarca invencible y nocturno.
Te veo bajo la lluvia agitando tus alas,
vendando el rojo párpado de las áureas palomas,
estatua, grito, dios de mármoles y línea,
apoyado en los cisnes de aquella escalinata
donde un beso olvidado gime entre los rosales.
Te adivino en el ronco funeral de las trompas
que acompaña al otoño con sus sedas ajadas.
En el ángel que enjoya de ruinas y perlas
el ojo gigantesco del ocaso embriagado
por labios que pronuncian el nombre del amante.
Un guante abandonado en un sendero triste,
un nido, pensamientos morados como el cáncer,
dedos ensangrentados de escribir en la máquina,
azucenas, sonrisas, lágrimas como escamas
tañen entre los sistros de tu mano su historia.
Gregorio Prieto. Piras de incienso te proclaman.
Por largas avenidas de tilos y lamentos
pasean los muchachos y bajo puentes húmedos
la cabellera errante del agua entre los tréboles
va susurrando, quedo, tu nombre en la caricia.