En numerosas ocasiones he confesado una especie de obsesión que he tenido desde los trece años, y aún hoy me quedan bastantes reminiscencias, acerca de no perder el tiempo en mi vida.
Que es, en mi opinión, no perder el tiempo de vida.
De mi vida.
Me apetece alertar a quien no se haya dado cuenta aún de ello, que la vida se pasa.
Se acaba.
Durante mucho tiempo, sobre todo en la infancia, parece que sólo se mueren los que son viejos –nuestros abuelos y los abuelos de nuestros amigos- y los que están muy enfermos.
En esa edad, ni somos muy viejos, ni estamos muy enfermos, ni tenemos el mínimo interés en pensar en que la vida realmente se pasa.
Aún creemos en la mentira de la eternidad.
Cuando empezamos a ser adultos, los pocos contactos que tenemos con la muerte son los esporádicos entierros a los que tenemos que asistir, pero son los padres de los amigos, y los abuelos que aún quedan, quienes fallecen, así que tranquilos. Estamos en la plenitud de la vida: jóvenes, fuertes, orgullosos…
Es más adelante –a partir de los cincuenta aproximadamente- cuando uno se da cuenta de que esto va en serio.
El espejo no miente.
Ni la partida de nacimiento.
Y ya hemos asistido a demasiados entierros, y hemos puesto los pies en tierra comprobando que también nosotros vamos a morir, y que lo próximo que nos espera son los achaques de salud, las limitaciones mentales y físicas, el adiós a ciertas actividades, el adiós a bastantes amigos, y saber que si ya han fallecido nuestros abuelos y nuestros padres, los siguientes en la lista familiar somos nosotros.
Nosotros seremos los próximos en morir, y aunque no pensemos en ello, lo sabemos.
Hay una edad en la que ingresamos en lo que acostumbro a denominar como “El tiempo de los arrepentimientos”, y es cuando se comprende de un modo ya irrefutable, y cuando se empieza a aceptar secretamente, que uno va a morir y que hay muchas cosas en la vida que no hizo, otras que ya no podrá hacer jamás, y otras de las que no se siente muy orgulloso de haberlas hecho, sino más bien arrepentido.
Uno se arrepiente de los abrazos que no dio, de los besos que se quedaron en los labios, de no haber cuidado más a su madre, de las palabras censuradas y los te quiero que se calló, de no haber ido a aquel sitio, de no comprarse aquel capricho, de no haber amado con más intensidad… descubre un almacén repleto de cosas de las que se arrepiente, y una retahíla de auto-reproches que han estado más o menos enmudecidos.
Ese es un momento feliz, aunque aparente ser lo contrario.
Aparenta ser un reto a una guerra, a una relación tensa de reproches continuos y de rabia amarga; aparenta ser el principio del resto de la vida instalado en una pena tensa, en una lágrima continua, en una infelicidad por esa realidad que tiene la vida de ser irrecuperable e irrepetible.
Y puede llegar a ser todo eso.
Lo que sería otro error, y otro motivo para un arrepentimiento posterior.
Hago una propuesta:
Tomar consciencia de lo leído, para que no siga incrementándose lo que en algún momento puede llegar a ser motivo de arrepentimiento.
¿Cómo?
Con mucho amor –y esto es un ingrediente imprescindible-, ver la realidad de este presente, aceptar que lo pasado está pasado, comprender que uno ha vivido del modo que las circunstancias o su mejor saber le han permitido, tratar de reparar si se puede lo que no nos guste de ese pasado, perdonarse o comprender si hay algo que perdonarse o comprender, y hacer un firme propósito de estar muy pendiente de no adquirir más motivos que en algún momento alimenten nuestros remordimientos.
El siguiente paso -mejor si es inmediato, aunque llevará tiempo hacerlo- es revisar y actualizar la escala de valores propios –qué es importante o primordial para mí, qué no estoy dispuesto a aceptar bajo ningún motivo, qué deja de tener importancia para mí a partir de ahora, etc.-, formalizar un compromiso consigo mismo de atención a lo que se decida hacer a partir de ahora, y de colaboración incondicional, y diseñar para el resto de vida un Plan de Vida lo más amplio y preciso posible, abierto a nuevas incorporaciones.
El Plan de Vida requiere, y esto es imprescindible, que sea factible.
Se puede diseñar de modo que requiera un poco de esfuerzo, porque eso es una motivación para conseguirlo, pero hay que evitar del todo lo utópico y lo imposible –nada de pensar en casarse con el Papa o dar la vuelta al mundo andando en menos de tres días-.
Un amor hacia sí mismo profundo es imprescindible, como ya he dicho.
Arrepentirse implica, obligatoriamente, el reconocimiento de que se hizo algo que ahora se comprende que no fue lo mejor o lo apropiado. Lo que nos lleva al auto-reproche, a la recriminación que lleva aparejada una bajada de autoestima, a la reprimenda que va a crear una brecha o un abismo en la relación con nosotros mismos, o al rapapolvo que vamos a asociar inconscientemente a las regañinas que nos hacían de niños y nos dejaban mal para una temporada.
No hay que oponerse a ese dolor que nos puede causar todo esto, ni hay que negarlo. Aceptemos la riña, aceptemos el disgusto y la lágrima, aceptemos el malestar inquieto… pero no nos estanquemos en ello.
Es mejor comprender que hicimos lo que podíamos hacer, lo que estábamos capacitados para hacer, o lo que no tuvimos más remedio que hacer, y no darle más vueltas al asunto. De algún modo, reconocer que no fuimos entonces el que somos ahora, sino otro con otra mentalidad y otras circunstancias.
El siguiente paso es abrazarse.
Y descubrir la fuerza de voluntad que tenemos en algún sitio, y prometernos que actuaremos de otro modo a partir de ahora, que escucharemos y nos escucharemos de otro modo, que vamos a ser muy conscientes de la vida que aún nos queda por delante, y que vamos hacer en ella y con ella algo de lo que nos sintamos satisfechos y orgullosos.
Es nuestra responsabilidad –tu responsabilidad-, y no me cansaré de repetirlo, hacer de la vida que te ha sido entregada una vida plena, compartida, honrada, amorosa, amable, feliz… una vida de la que te sientas complacido, y no arrepentido, cuando te llegue el momento de dejarla.
Francisco de Sales
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