Una vez, a un lejano pueblo de Oriente, llegó un extranjero. Los lugareños, que se hallaban entretenidos en sus charlas sobre la buena marcha de sus cosechas, vieron cómo se acercaba el extranjero:
— Buen día, viajero —dijo el anciano más sabio de los allí reunidos, alzando la voz para llamar su atención.
— Buen día, anciano… Estoy algo cansado del viaje y busco alojamiento.
— Bien, bien… ¿de dónde vienes?
— De un sitio fantástico… estoy algo apenado por haber dejado a mi familia y mis amigos. Es un sitio lleno de buenas personas —comentó con aire de tristeza el forastero.
— Bueno… pues has llegado al sitio indicado. Aquí reina la misma paz y alegría que en tus tierras. Sé bienvenido y disfruta de nuestro hogar.
A los pocos días, volvían a reunirse los lugareños tras su trabajo en el campo. Y apareció un nuevo forastero. Éste se acercó a ellos y les saludó:
— Buenos días. Soy nuevo en esta tierra.
— Buenos días ––saludó el mismo anciano— ¿De dónde vienes, viajero?
— Vengo de una tierra muy lejana. La he dejado para encontrar otra forma de vida. Allí de donde vengo sólo hay gente mala. Tuve problemas con mi familia y la gente que me rodea sólo piensa en hacer daño a otras personas ––comentó dolido el viajero.
- Bueno… creo que has venido al sitio equivocado —repuso el anciano—. Aquí la gente es exactamente igual.
El viajero, sorprendido, se alejó del lugar algo cabizbajo. Quizás pensando en seguir su marcha, buscando un mejor lugar. Los demás lugareños, contrariados, preguntaron al anciano:
— Pero anciano… ¿por qué le ha dicho eso? ¡Le ha alejado de nuestras tierras!
A lo que el sabio contestó:
— Los sentimientos de una persona no están en el mundo… sino dentro de su cabeza… Allá donde vaya encontrará siempre lo mismo