¿Por qué nos cuesta tanto ceder?
¿Cuáles son los mecanismos del orgullo?
¿Qué deberíamos hacer para vencer nuestro amor propio?
Soberbia, orgullo, amor propio….
Sin duda podríamos distinguir entre estos tres términos -la soberbia es más grave que el orgullo; y el orgullo que el amor propio-; pero probablemente sea más práctico utilizarlos como sinónimos, ya que es un hecho que la soberbia, el orgullo y el amor propio los encontramos perfectamente compenetrados.
Y no olvidemos que la soberbia es un pecado capital; es decir, que está en la raíz de muchos otros pecados.
Vamos a describir los síntomas por los que podemos descubrir esta enfermedad espiritual:
Rechazo de las correcciones:
El orgulloso recibe cualquier corrección como si de un ataque personal se tratase.
Su resorte es ponerse a la defensiva (“¡pues anda que tú…!”).
No es consciente de que Dios pueda estarse sirviendo del prójimo para abrirle los ojos y desenmascarar sus defectos.
Todo ello puede llevar al extremo de que el soberbio pretenda ser un autodidacta, prescindiendo de la riqueza tan grande que suponen los consejos, enseñanzas, testimonios, etc…
Cabezonería:
Se traduce en incapacidad de ceder en las discusiones.
En el fondo el orgulloso mantiene sus posiciones por “propias”, antes que por “verdaderas”.
En el fragor de la discusión, no deja un ápice a ver las razones del prójimo.
En realidad, lo está sintiendo como un contrincante.
Incluso aunque el orgulloso llegase a ser consciente en su fuero interno de estar en el error, mantendría su postura primera por no pasar por la humillación de reconocerse equivocado.
Precisamente el problema consiste en que siente como humillación el decir “me he equivocado”.
Decepción ante el fracaso:
Cuando el soberbio fracasa en una empresa, se derrumba interiormente.
Su decepción es un signo muy claro de orgullo, porque deja al descubierto que había construido en sueños su personal castillo de naipes, en el que -por supuesto- ocupaba el lugar central; y la desesperación le invade al comprobar cómo saltan por los aires sus planes.
En realidad, el problema está en que al soberbio no le interesa lo que Dios quiera de él o cuando menos está despreocupado de ello; ya que está demasiado ocupado en sus estrategias.
Pero, ¿qué deberíamos hacer para vencer este pecado?
¿Qué estrategia seguir?
Proponemos una serie de consejos espirituales:
Fe en el valor medicinal de la humillación:
Cuando uno es un orgulloso, es imposible llegar a ser humilde sin pasar por las humillaciones.
El hecho de que las humillaciones nos escuezan tanto, denota que todavía no somos humildes.
Pero, sin embargo, es importantísimo tener fe en el valor medicinal de las humillaciones y en que son parte de la providencia de Dios, que nos permite purificarnos mediante esta penitencia.
No olvidemos que las penitencias que no son buscadas, son las que más valor y fruto pueden llegar a tener.
El orgulloso debería de hacer el siguiente acto de fe: “Me escuece, luego me puede sanar”.
Petición de perdón:
Le costará mucho al orgulloso llegar a pedir perdón con espontaneidad.
Aunque su voluntad esté decidida a luchar contra su pecado capital, difícilmente podrá controlar sus primeros impulsos, que se “revolverán” contra el camino de humildad.
Ahora bien, aunque en los comienzos del camino de humildad, al soberbio se le “escape” su impulsividad orgullosa, dispone todavía de un arma preciosa cuando vuelve la calma:
la petición de perdón.
No pensemos que es tontería pedir perdón cuando el mal ya está hecho.
A parte de que podemos evitar el escándalo en quien nos rodean, también nos dispone a nosotros para tener más prontitud en el control de nuestros impulsos.
Cuando nos cueste mucho pedir perdón, descubramos ahí una ofrenda agradable a Dios, una piedra preciosa.
Viendo la imagen de María Inmaculada pisando la cabeza de la serpiente, pensemos en “pisotear nuestro orgullo” con la gracia de Dios y con la humildad de María como modelo.
En resumen, la soberbio, el orgullo y el amor propio…, en realidad se confunden con el mismo pecado original.
La tentación de la serpiente -”seréis como dioses”- incidía en la tentación del hombre de olvidar su condición de “creatura”, revelándose contra toda voluntad que no fuese la propia.
Como dice San Agustín, aquí hay dos amores, dos ciudades:
“Dos amores hicieron dos ciudades:
El amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, hizo la ciudad del mundo; el amor de Dios, hasta el desprecio de sí mismo, hizo la Ciudad de Dios”