Comportarse coherentemente, de acuerdo con los principios y criterios propios, con lo que nos parece correcto, casi nunca es fácil, pero si no actuamos de ese modo tendremos la desagradable certeza de no estar respetándonos, y nuestra autoestima se verá seriamente resentida.
A lo largo de la vida nos van inculcando unos valores, y por nosotros mismos vamos añadiendo otros, que conforman uno de los apartados de lo que se llama el Plan de Vida.
Todo se rige, o se debiera regir, por unos principios que han de ser Leyes Personales, y debiéramos empeñar toda nuestra ética y decencia en respetarlas, y hacer que las respeten, porque de que así sea depende en gran parte el valor de nuestra dignidad personal.
La coherencia se consigue sabiendo escucharse uno mismo –esto es primordial-, captando los mensajes que nos envía nuestra conciencia –es una guía fiable-, respetando los deseos de nuestro ser interior –alma o espíritu-, y promoviendo la honradez, la honestidad, y el honor como señas de identidad.
Los demás van a ser una prueba continua para nuestra coherencia, porque, a veces, para llevarnos bien con los otros, y para cumplir lo que esperan y poder recibir su aprobación, puede ser que renunciemos a ella.
En la relación con la familia nos puede pasar lo mismo: no queremos decepcionar ni perder el afecto, queremos agradarles cumpliendo sus expectativas, están las emociones por medio… y nos importa mucho el daño que les podamos causar.
No quiero decir que uno ha de ser férreo e inamovible en la defensa de la coherencia, porque esa misma coherencia nos puede indicar que, a veces, por circunstancias justificables, tenemos que renunciar, momentánea y conscientemente, a ser coherentes con nosotros. La clave es ésa: momentáneamente, conscientemente, sabiendo que lo hacemos porque creemos que tenemos que hacerlo, a la cara, sin ser una traición, por propia voluntad.
Pero no hay que olvidar que si somos honestos con nosotros mismos, lo estamos siendo con todos los demás.
Si renunciamos a ser coherentes por agradar a los demás, de algún modo les estamos engañando porque les ofrecemos una imagen irreal de quienes somos.
Tenemos que controlar bien el trato con este tipo de relaciones, ya que si no somos conocedores de que lo estamos haciendo por voluntad propia, vamos a sentirnos mal sin darnos cuenta, y nos vamos a quedar afectados, como si hubiera aparecido un borrón en nuestro historial.
Ser coherentes nos lleva a cumplir con firmeza nuestras funciones, y eso, sin duda, nos hará ganarnos el respeto y la confianza de los demás, porque es una postura honorable y valiente.
Una autoestima correcta es imprescindible. Tener un concepto de valía adecuado hace más fácil creer en uno mismo, y en las ideas propias, y ayuda a aportar firmeza en los momentos que se necesiten.
La asertividad va a jugar un papel importante, porque no siempre y no todos van a aceptar a una persona que es congruente consigo mismo. Y uno va a necesitar defender su postura a veces, sin caer en la soberbia ni en la intransigencia.
Los “enemigos” que te zancadillean en la manifestación de tu coherencia son variados: los familiares o amigos que no te dejan ser tú, las tiranteces que pudieran aparecer entre tu yo y tu Yo, el miedo a equivocarte o al fracaso, miedo a los errores o al ridículo, miedo al qué dirán, ambientes tensos, discusiones acaloradas… conviene que les conozcas, y te conozcas, para salir airoso de los enfrentamientos que puede haber.
Si no eres coherente contigo mismo tendrás en muchas ocasiones la sensación de no estar viviendo tu vida, y de no ser tú mismo. Esto debe darte ánimos para que sepas la importancia que tiene para ti ser coherente.
Sinceridad, respeto, coherencia, dignidad, amor propio –o sea, amor a uno mismo-, honor, humildad, asertividad, honestidad… nos tenemos que acostumbrar a reverenciar estos términos, a darles prioridad, a defenderlos, y a instaurarlos en nosotros a perpetuidad.
Claros argumentos, firmeza… y a por ello.
Francisco de Sales
www.buscandome.es